PLAN DE MEJORAMIENTO GRADO OCTAVO

17.11.2014 10:15

LECTURAS PARA TRABAJAR EN TUTORÍAS

A CONTINUACIÓN ENCONTRARAS UNA SERIE DE LECTURAS QUE DEBES LLEVAR IMPRESAS PARA QUE PUEDAS TRABAJAR EL DÍA MARTES Y MIÉRCOLES EN LAS TUTORIAS DE CIENCIAS SOCIALES. RECUERDA QUE SOLO DEBES IMPRIMIR LA LECTURA DEL BIMESTRE QUE PERDISTE.

LECTURAS PRIMER BIMESTRE

BIOGRAFÍA DE IMANNUEL KANT
Königsberg, hoy Kaliningrado, actual Rusia, 1724-id., 1804) Filósofo alemán. Hijo de un modesto guarnicionero, fue educado en el pietismo. En 1740 ingresó en la Universidad de Königsberg como estudiante de teología y fue alumno de Martin Knutzen, quien lo introdujo en la filosofía racionalista de Leibniz y Wolff, y le imbuyó así mismo el 
interés por la ciencia natural, en particular, por la mecánica de Newton.
 

Su existencia transcurrió prácticamente por entero en su ciudad natal, de la que no llegó a alejarse más que un centenar de kilómetros cuando residió por unos meses en Arnsdorf como preceptor, actividad a la cual se dedicó para ganarse el sustento luego de la muerte de su padre, en 1746. Tras doctorarse en la Universidad de Königsberg a los treinta y un años, ejerció en ella la docencia y en 1770, después de fracasar dos veces en el intento de obtener una cátedra y de haber rechazado ofrecimientos de otras universidades, por último fue nombrado profesor ordinario de lógica y metafísica. La vida que llevó ha pasado a la historia como paradigma de existencia metódica y rutinaria. Es conocida su costumbre de dar un paseo vespertino, a diario a la misma hora y con idéntico recorrido, hasta el punto de que llegó a convertirse en una especie de señal horaria para sus conciudadanos; se cuenta que la única excepción se produjo el día en que la lectura del Émile, de Rousseau, lo absorbió tanto como para hacerle olvidar su paseo, hecho que suscitó la alarma de sus conocidos.


En el pensamiento de Kant suele distinguirse un período inicial, denominado precrítico, caracterizado por su apego a la metafísica racionalista de Wolff y su interés por la física de Newton. En 1770, tras la obtención de la cátedra, se abrió un lapso de diez años de silencio durante los que acometió la tarea de construir su nueva filosofía crítica, después de que el contacto con el empirismo escéptico de Hume le permitiera, según sus propias palabras, «despertar del sueño dogmático». En 1781 se abrió el segundo período en la obra kantiana, al aparecer finalmente la Crítica de la razón pura, en la que trata de fundamentar el conocimiento humano y fijar así mismo sus límites; el giro copernicano que pretendía imprimir a la filosofía consistía en concebir el conocimiento como trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que permiten ordenar la experiencia procedente de los sentidos; resultado de la intervención del entendimiento humano son los fenómenos, mientras que la cosa en sí (el nóumeno) es por definición incognoscible.

Pregunta fundamental en su Crítica es la posibilidad de establecer juicios sintéticos (es decir, que añadan información, a diferencia de los analíticos) y a priori (con valor universal, no contingente), cuya posiblidad para las matemáticas y la física alcanzó a demostrar, pero no para la metafísica, pues ésta no aplica las estructuras trascendentales a la experiencia, de modo que sus conclusiones quedan sin fundamento; así, el filósofo puede demostrar a la vez la existencia y la no existencia de Dios, o de la libertad, con razones válidas por igual. El sistema fue desarrollado por Kant en su Crítica de la razón práctica, donde establece la necesidad de un principio moral a priori, el llamado imperativo categórico, derivado de la razón humana en su vertiente práctica; en la moral, el hombre debe actuar como si fuese libre, aunque no sea posible demostrar teóricamente la existencia de esa libertad. El fundamento último de la moral procede de la tendencia humana hacia ella, y tiene su origen en el carácter a su vez nouménico del hombre.

Kant trató de unificar ambas "Críticas" con una tercera, la Crítica del juicio, que estudia el llamado goce estético y la finalidad en el campo de la naturaleza. Cuando en la posición de fin interviene el hombre, el juicio es estético; cuando el fin está en función de la naturaleza y su orden peculiar, el juicio es teleológico. En ambos casos cabe hablar de una desconocida raíz común, vinculada a la idea de libertad. A pesar de su carácter oscuro y hermético, los textos de Kant operaron una verdadera revolución en la filosofía posterior, cuyos efectos llegan hasta la actualidad.

LE PREGUNTAMOS A KANT ¿QUE ES LA ILUSTRACIÓN? Y EL RESPONDIO

Tomado de: pioneros.puj.edu.co/lecturas/interesados/QUE%20ES%20LA%20ILUSTRACION.pdf


¿QUE ES LA ILUSTRACION?

IMMANUEL KANT

1784
1

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad
significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad
es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor par
a servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte
de tu propia razón! : he aquí el lema de la ilustración.

La pereza y la cobardía son causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a
gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena
tutela (naturaliter majorennes); también lo son que se haga tan fácil para otros erigirse en
tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me
presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me
prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace
falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea. Los
tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran
mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la
emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus
animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde
los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de
él. Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas caídas aprenderían a
caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las
ganas de nuevos ensayos.

Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad,
convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz
de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura. Principios y
fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso o más bien abuso, racional de sus dotes
naturales, hacen veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se desprendiera de
ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro para salvar una pequeña zanja, pues no
está acostumbrado a los movimientos desembarazados. Por esta razón, pocos son los que,
con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin
embargo, con paso firme.

Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en
libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia
cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber
arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del
propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí ocurre algo
particular: el público, que aquellos personajes uncieron con este yugo, les unce a ellos mismos cuando son incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por completo de
toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar prejuicios, porque acaban
vengándose en aquellos que fueron sus sembradores o sus cultivadores. Por esta sola razón
el público sólo poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso se logre
derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, pero nunca
se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en
lugar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.

Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre
todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso publico de su razón
íntegramente Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡no
razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡nada de razonamientos!, ¡a
pagar! El reverendo: ¡no razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo lo
que queráis y sobre lo que queráis pero ¡obedeced!) Aquí nos encontramos por doquier con
una limitación de la libertad. Pero ¿qué limitación es obstáculo a la ilustración? ¿Y cuál,
por el contrario, estímulo? Contesto: el uso público de su razón le debe estar permitido a
todo el mundo y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres; su uso privado
se podrá limitar a menudo estrictamente, sin que por ello se retrase en gran medida la
marcha de la ilustración. Entiendo por uso público aquel que, en calidad de maestro, se
puede hacer de la propia razón ante el gran público del mundo de lectores. Por uso privado
entiendo el que ese mismo personaje puede hacer en su calidad de funcionario. Ahora bien;
existen muchas empresas de interés público en las que es necesario cierto automatismo, por
cuya virtud algunos miembros de la comunidad tienen que comportarse pasivamente para,
mediante una unanimidad artificial, poder ser dirigidos por el Gobierno hacia los fines
públicos o, por lo menos, impedidos en su perturbación. En este caso no cabe razonar, sino
que hay que obedecer. Pero en la medida en que esta parte de la máquina se considera como
miembro de un ser común total y hasta de la sociedad cosmopolita de los hombres, por lo
tanto, en calidad de maestro que se dirige a un público por escrito haciendo uso de su
razón, puede razonar sin que por ello padezcan los negocios en los que le corresponde, en
parte, la consideración de miembro pasivo. Por eso, sería muy perturbador que un oficial
que recibe una orden de sus superiores se pusiera a argumentar en el cuartel sobre la
pertinencia o utilidad de la orden: tiene que obedecer. Pero no se le puede prohibir con
justicia que, en calidad de entendido, haga observaciones sobre las fallas que descubre en el
servicio militar y las exponga al juicio de sus lectores. El ciudadano no se puede negar a
contribuir con los impuestos que le corresponden; y hasta una crítica indiscreta de esos
impuestos, cuando tiene que pagarlos, puede ser castigada por escandalosa (pues podría
provocar la resistencia general). Pero ese mismo sujeto actúa sin perjuicio de su deber de
ciudadano si, en calidad de experto, expresa públicamente su pensamiento sobre la
inadecuado o injusticia de las gabelas. Del mismo modo, el clérigo esta obligado a enseñar
la doctrina y a predicar con arreglo al credo de la Iglesia a que sirve, pues fue aceptado con
esa condición. Pero como doctor tiene la plena libertad y hasta el deber de comunicar al
público sus ideas bien probadas e intencionadas acerca de las deficiencias que encuentra en
aquel credo, así como el de dar a conocer sus propuestas de reforma de la religión y de la
Iglesia. Nada hay en esto que pueda pesar sobre su conciencia. Porque lo que enseña en
función de su cargo, en calidad de ministro de la Iglesia, lo presenta como algo a cuyo respecto no goza de libertad para exponer lo que bien le parezca, pues ha sido colocado
para enseñar según las prescripciones y en el nombre de otro. Dirá: nuestra Iglesia enseña
esto o lo otro; estos son los argumentos de que se sirve. Deduce, en la ocasión, todas las
ventajas prácticas para su feligresía de principios que, si bien él no suscribiría con entera
convicción, puede obligarse a predicar porque no es imposible del todo que contengan
oculta la verdad o que, en el peor de los casos, nada impliquen que contradiga a la religión
interior. Pues de creer que no es éste el caso, entonces sí que no podría ejercer el cargo con
arreglo a su conciencia; tendrá que renunciar. Por lo tanto, el uso que de su razón hace un
clérigo ante su feligresía, constituye un uso privado; porque se trata siempre de un ejercicio
doméstico, aunque la audiencia sea muy grande; y, en este respecto, no es, como sacerdote,
libre, ni debe serlo, puesto que ministra un mandato ajeno. Pero en calidad de doctor que se
dirige por medio de sus escritos al público propiamente dicho, es decir, al mundo, como
clérigo, por consiguiente, que hace un uso público de su razón, disfruta de una libertad
ilimitada para servirse de su propia razón y hablar en nombre propio. Porque pensar que los
tutores espirituales del pueblo tengan que ser, a su vez, pupilos, representa un absurdo que
aboca en una eterización de todos los absurdos.

Pero ¿no es posible que una sociedad de clérigos, algo así como una asociación
eclesiástica o una muy reverenda classis (como se suele denominar entre los holandeses)
pueda comprometerse por juramento a guardar un determinado credo para, de ese modo,
asegurar una suprema tutela sobre cada uno de sus miembros y, a través de ellos, sobre el
pueblo, y para eternizarla, si se quiere? Respondo: es completamente imposible. Un
convenio semejante, que significaría descartar para siempre toda ilustración ulterior del
género humano, es nulo e inexistente; y ya puede ser confirmado por la potestad soberana,
por el Congreso, o por las más solemnes capitulaciones de paz. Una generación no puede
obligarse y juramentarse a colocar a la siguiente en una situación tal que le sea imposible
ampliar sus conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del error y, en
general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría esto un crimen contra la
naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este progreso. Por esta
razón, la posteridad tiene derecho a repudiar esa clase de acuerdos como celebrados de
manera abusiva y criminal. La piedra de toque de todo lo que puede decidirse como ley
para un pueblo, se halla en esta interrogación ¿es que un pueblo hubiera podido imponerse
a si mismo esta ley? Podría ser posible, en espera de algo mejor, por un corto tiempo
circunscrito, con el objeto de procurar un cierto orden; pero dejando libertad a los
ciudadanos, y especialmente a los clérigos, de exponer públicamente, esto es, por escrito,
sus observaciones sobre las deficiencias que encuentran en dicha ordenación,
manteniéndose mientras tanto el orden establecido hasta que la comprensión de tales
asuntos se hay a difundido tanto y de tal manera que sea posible, mediante un acuerdo
logrado por votos (aunque no por unanimidad), elevar hasta el trono una propuesta para
proteger a aquellas comunidades que hubieran coincidido en la necesidad, a tenor de su
opinión más ilustrada, de una reforma religiosa, sin impedir, claro está, a los que así lo
quisieren, seguir con lo antiguo. Pero es completamente ilícito ponerse de acuerdo ni tan
siquiera por el plazo de una generación, sobre una constitución religiosa inconmovible, que
nadie podría poner en tela de juicio públicamente, ya que con ello se destruiría todo un
período en la marcha de la humanidad hacia su mejoramiento, período que, de ese modo, resultaría no sólo estéril sino nefasto para la posteridad. Puede un hombre, por lo que
incumbe a su propia persona, pero sólo por un cierto tiempo, eludir la ilustración en
aquellas materias a cuyo conocimiento está obligado; pero la simple y pura renuncia,
aunque sea por su propia persona, y no digamos por la posteridad, significa tanto como
violar y pisotear los sagrados derechos del hombre. Y lo que ni un pueblo puede acordar
por y para sí mismo, menos podrá hacerlo un monarca en nombre de aquél, porque toda su
autoridad legisladora descansa precisamente en que asume la voluntad entera del pueblo en
la suya propia. Si no pretende otra cosa, sino que todo mejoramiento real o presunto sea
compatible con el orden ciudadano, no podrá menos de permitir a sus súbditos que
dispongan por sí mismos en aquello que crean necesario para la salvación de sus almas;
porque no es ésta cuestión que le importe, y sí la de evitar que unos a otros se impidan con
violencia buscar aquella salvación por el libre uso de todas sus potencias. Y hará agravio a
la majestad de su persona si en ello se mezcla hasta el punto de someter a su inspección
gubernamental aquellos escritos en los que sus súbditos tratan de decantar sus creencias, ya
sea porque estime su propia opinión como la mejor, en cuyo caso se expone al reproche:
Caesar non est supra grammaticos, ya porque rebaje a tal grado su poder soberano que
ampare dentro de su Estado el despotismo espiritual de algunos tiranos contra el resto de
sus súbditos.

Si ahora nos preguntamos: ¿es que vivimos en una época ilustrada? la respuesta será:
no, pero sí en una época de ilustración. Falta todavía mucho para que, tal como están las
cosas y considerados los hombres en conjunto, se hallen en situación, ni tan siquiera en
disposición de servirse con seguridad y provecho de su propia razón en materia de religión.
Pero ahora es cuando se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este empeño, y
percibimos inequívocas señales de que van disminuyendo poco a poco los obstáculos a la
ilustración general o superación, por los hombres, de su merecida tutela. En este aspecto
nuestra época es la época de la Ilustración o la época de Federico.

Un príncipe que no considera indigno de sí declarar que reconoce como un deber no
prescribir nada los hombres en materia de religión y que desea abandonarlos a su libertad,
que rechaza, por consiguiente, hasta ese pretencioso sustantivo de tolerancia, es un príncipe
ilustrado y merece que el mundo y la posteridad, agradecidos, le encomien como aquel que
rompió el primero, por lo que toca al Gobierno, las ligaduras de la tutela y dejó en libertad a
cada uno para que se sirviera de su propia razón en las cuestiones que atañen a su
conciencia. Bajo él, clérigos dignísimos, sin mengua de su deber ministerial, pueden, en su
calidad de doctores, someter libre y públicamente al examen del mundo aquellos juicios y
opiniones suyos que se desvíen, aquí o allá, del credo reconocido; y con mayor razón los
que no están limitados por ningún deber de oficio. Este espíritu de libertad se expande
también por fuera, aun en aquellos países donde tiene que luchar con los obstáculos
externos que le levanta un Gobierno que equivoca su misión. Porque este único ejemplo
nos aclara cómo en régimen de libertad nada hay que temer por la tranquilidad pública y la
unidad del ser común. Los hombres poco a poco se van desbastando espontáneamente,
siempre que no se trate de mantenerlos, de manera artificial, en estado de rudeza.
He tratado del punto principal de la ilustración, a saber, la emancipación de los hombres
de su merecida tutela, en especial por lo que se refiere a cuestiones de religión; pues en lo
que atañe a las ciencias y las artes los que mandan ningún interés tienen en ejercer tutela
sobre sus súbditos y, por otra parte, hay que considerar que esa tutela religiosa es, entre
todas, la más funesta y deshonrosa. Pero el criterio de un jefe de Estado que favorece esta
libertad va todavía más lejos y comprende que tampoco en lo que respecta a la legislación
hay peligro porque los súbitos hagan uso público de su razón, y expongan libremente al
mundo sus ideas sobre una mejor disposición de aquella, haciendo una franca crítica de lo
existente; también en esto disponemos de un brillante ejemplo, pues ningún monarca se
anticipó al que nosotros veneramos.

Pero sólo aquel que, esclarecido, no teme a las sombras, pero dispone de un numeroso y
disciplinado ejército para garantizar la tranquilidad publica, puede decir lo que no osaría un
Estado libre: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis pero obedeced ! Y aquí
tropezamos con un extraño e inesperado curso de las cosas humanas; pues ocurre que, si
contemplamos este curso con amplitud, lo encontramos siempre lleno de paradojas. Un
grado mayor de libertad ciudadana parece que beneficia la libertad espiritual del pueblo
pero le fija, al mismo tiempo, límites infranqueables; mientras que un grado menor le
procura el ámbito necesario para que pueda desenvolverse con arreglo a todas sus
facultades. Porque ocurre que cuando la Naturaleza ha logrado desarrollar, bajo esta dura
cáscara, esa semilla que cuida con máxima ternura, a saber, la inclinación y oficio del libre
pensar del hombre, el hecho repercute poco a poco en el sentir del pueblo (con lo cual éste
se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de obrar) y hasta en los principios del
Gobierno, que encuentra ya compatible dar al hombre, que es algo más que una máquina,
un trato digno de él.
2


1Kant, E. Filosofía de la Historia. Trad. Eugenio Imaz, México, FCE, 1994.

2
En el Noticiero semanal de Bürching del 13 de Sept., leo hoy, 30, el anuncio de la Revista
Mensual de Berlín de este mismo mes, que publica la respuesta que a la cuestión tratada por mí
ofrece el señor Mendelssohn. No ha llegado todavía a mis manos; de lo contrario, hubiera reservado
esta respuesta mía, que ahora queda como una prueba de hasta qué punto el azar puede traer consigo
una coincidencia de ideas.
EJERCICIO

Elabore una revista de prensa y ten muy presente el glosario.
Para elaborar la opinión resuelve la siguiente pregunta ¿Cuál es la relación entre la metafísica y la física?

 

LECTURA SEGUNDO BIMESTRE

TOMADO DEwww.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/credencial/octubre2009/colonialismo.htm

Colonialismo e imperialismo: pretextos para el saqueo y los despojos
Por: Little, Roch

LA PRIMERA EDAD COLONIAL: EL COLONIALISMO

El colonialismo1 fue la convergencia de dos fenómenos que se desarrollaron, el primero en la Edad Media con el “espíritu de cruzadas”, y el segundo en el Renacimiento con el capitalismo. Las cruzadas de los siglos XI al XIV, en particular las que ocurrieron en Tierra Santa, cultivaron un gusto por las grandes empresas en el nombre de un ideal: la recuperación, sin importar el costo, de un territorio considerado “sagrado”, el cual era ocupado por “otro” que no compartía la misma creencia religiosa2. Por su lado, las ciudades estados del Renacimiento italiano buscaron rutas comerciales más lejanas para acceder a los muy cotizados “productos exóticos”. Entonces, el deseo de hacerse suyo lo que era de otro, como sucedió en las cruzadas, combinado con la necesidad de abrir, y sobre todo controlar, cada vez más rutas comerciales, constituyó el principal pilar de la expansión colonial europea.

La primera fase de esta expansión se inició hacia el final del siglo XV para terminar en la primera mitad del siglo XIX. Su centro fue el espacio americano (con la excepción de la región del Cabo en Sudáfrica) y consistió en la ocupación de un territorio con el fin de transformarlo en una excrecencia de Europa, preparando así la exclusión de la población autóctona, el despojo del “otro”, o a través de la expulsión -y/o exterminio- como en las colonias británicas y portuguesas, o a través de la aculturación como sucedió en las colonias españolas.

LOS “GRANDES DESCUBRIMIENTOS”

Se sabe hoy a ciencia cierta que el descubrimiento de América no es sino una construcción discursiva propia del etnocentrismo europeo. Nunca América fue “descubierta”, pues este continente albergaba grupos humanos que habían llegado por olas migratorias, según los arqueólogos, entre cuarenta y cien mil años atrás. Sin embargo, se hablará aquí del descubrimiento de América, en el sentido precisamente de un hallazgo de tierras desconocidas para los europeos, las cuales justificaron una vasta empresa de colonización y la constitución de los primeros grandes imperios de ultramar en una dimensión nunca antes conocida.

¿QUIÉN DESCUBRIÓ AMÉRICA?

¿Colón descubrió América? Hay un debate que cada vez objeta más la paternidad de este descubrimiento, pues otros habrían explorado este continente muchos siglos antes que él. Se habla de navegadores fenicios en la antigüedad, de monjes irlandeses en los siglos IX y XI, de exploradores chinos en el siglo XIV; se dice también que pescadores bretones y vascos conocían desde el siglo XV la existencia de tierras que no pertenecían a Europa.

Sin embargo, muchas de estas hipótesis no se basan sino en conjeturas. Por ejemplo, la tesis de un descubrimiento fenicio reposa sobre lecturas fantasiosas o altamente especulativas de textos antiguos; lo mismo ocurre con la presencia en América de comunidades monásticas irlandesas: hay menciones por parte de crónicas medievales, pero éstas son vagas e imprecisas, sin contar con el hecho de que fueron escritas muchos siglos después de los acontecimientos. En cambio parece más sólida la hipótesis de un descubrimiento chino ya que fue reportada por crónicas contemporáneas a los acontecimientos. No obstante, todas estas hipótesis constan de dos importantes lagunas: no existen hasta ahora pruebas arqueológicas o etnológicas que puedan sustentar estas afirmaciones.

Es otro asunto la tesis de la presencia bretona y vasca. En este caso existen pruebas archivísticas sólidas, así como pruebas arqueológicas3. Sin embargo, no se puede hablar de “descubrimiento” —siempre desde el punto de vista europeo—, porque nunca éste suscitó un impulso colonizador. Por un lado no se divulgó el “descubrimiento” (por temor a una injerencia del Estado); por otro, cuando estos pescadores tocaban tierra, era para abastecerse de agua fresca, recolectar algunos productos silvestres o utilizarlos como base para ahumar y secar el pescado. Aunque algunas fuentes mencionen la existencia de un comercio con “indígenas”, éste se consideraba como una actividad complementaria, realizada con fines personales más que de lucro.

LA COLONIZACIÓN DEL “NUEVO MUNDO”

No tengo aquí la intención de narrar los detalles de las diferentes expediciones europeas hacia América, conocidas como “grandes descubrimientos”, ni de relatar los hechos y sucesos relativos a la conquista española de los imperios Azteca o Inca, ni hablar tampoco de los peregrinos del Mayfloyer o de la fundación de Québec por Champlain. Existe una plétora de estudios sobre estos temas. La intención que tengo en este acápite consiste más que todo en reflexionar sobre las dimensiones simbólicas de la colonización de América por parte de los europeos.

Las expediciones de navegantes españoles, portugueses, ingleses y franceses abrieron la puerta a una verdadera “inversión del país” para emplear el término del etnohistoriador canadiense Denys Delâge4. Se pasó de un continente amerindio a uno americano, es decir, dominado por los europeos. En menos de medio siglo, en efecto, el país del amerindio fue expoliado por España y Portugal en el sur y por Francia e Inglaterra en el norte.

Estos nuevos territorios fueron considerados por sus conquistadores nada menos que como extensiones de sus países, países donde no cabía el amerindio. Éste fue, en consecuencia, empujado cuando no exterminado (una exterminación ante todo pasiva, fruto del llamado “choque microbiano”) y su territorio fue reemplazado por cosas “nuevas”: Nueva España, Nueva Granada, Nueva Inglaterra, Nueva Francia; u honrado por el nombre de supuestos “benefactores”: Virginia, Pensilvania, Luisiana. Cuando se preservaban los topónimos indígenas, éstos eran puestos bajo la “protección” de santos patronos: Santiago de Cali, Santa Fe de Bogotá, entre otros.

Sin embargo, hacia los años 20 del siglo XIX, las potencias europeas parecieran haber regresado a un punto cero en cuanto a sus imperios americanos. En efecto, España, Gran Bretaña y Francia ya habían perdido la casi totalidad de sus posesiones coloniales por causa de los procesos de emancipaciones de las poblaciones criollas, en el caso de las dos primeras, y de conquista en el caso de la tercera5. Respecto a Portugal y su colonia brasilera, ésta se separó pacíficamente en 1821. Las pérdidas territoriales resultaron inmensas, sin que les correspondieran necesariamente en términos económicos, debido a que mantuvieron el dominio de las islas caribeñas —las “islas de azúcar” mencionadas por Voltaire—, las cuales continuaron generando durante décadas ganancias sustanciales a sus metrópolis.

LA SEGUNDA EDAD COLONIAL: EL IMPERIALISMO

¿La pérdida de los imperios americanos desanimó a las potencias europeas a tener más colonias? ¡Al contrario! Su apetito de nuevas conquistas creció a un punto tal que estaban dispuestas a desencadenar guerras, ¡so pena de dominar atolones y desiertos!6 Sin embargo, se trató aquí de una nueva forma de colonialismo, uno de tipo “imperialista”, y como tal mucho más agresivo, con la finalidad de controlar territorios (y no necesariamente poblarlos) para la sustracción de los recursos naturales y bajo el pretexto, eso sí, de “civilizar” pueblos considerados “bárbaros” o “salvajes” como en África, o culturas “decadentes” como en Asia.

EL IMPERIALISMO: DOMINAR EL MUNDO

Fue Gran Bretaña quien dio el impulso al imperialismo empezando por el establecimiento de una “talasocracia”, que consistía no en la ocupación de vastos territorios sino en tener puntos de apoyo estratégicos como el Cabo (1814), Singapur (1819), Aden (1839) y Hong Kong (1842), entre otros, sin contar las numerosas islas en el Atlántico sur o el océano Índico. De ahí, los comerciantes tenían acceso hacia el interior; años después, los británicos se lanzaron en la exploración del interior, y lograron así reconstituir lo que con seguridad fue el más grande imperio de la historia, controlaron territorios en los seis continentes, tan variados como la India , Australia y Canadá, sin enumerar las posesiones asiáticas y africanas.

Siguiendo el ejemplo británico, también otros estados europeos se lanzaron a la conquista de territorios africanos y asiáticos. Así, Francia reconstituyó otro gran imperio colonial, del cual fueron en particular dinámicos los gobiernos de la Tercera República (1870-1940), tierra de libertad, igualdad y fraternidad … Ellos se iniciaron con la conquista de Argel (1830), Francia extendió sus posesiones de ultramar en África, Asia y las islas del Pacífico.

Este expansionismo no se limitó a estos dos estados: otros como Alemania, Bélgica e Italia quisieron también tener un “puesto bajo el sol”7. En este caso, la principal víctima de esta competencia colonial entre países europeos fue África, la cual terminó repartiéndose como un vulgar ponqué de cumpleaños.

Aunque fuese cerca de Europa, África fue hasta el siglo XIX un continente impenetrable debido a la presencia de numerosas enfermedades tropicales contra las cuales la medicina occidental se revelaba impotente. Sólo algunos establecimientos comerciales europeos se encontraban en las costas, los productos del interior se adquirían por intermediarios africanos, incluidos los esclavos8. Sólo aventureros como el escocés Mungo Park (1771-1806), el explorador del río Níger, o el francés René Caillé (1799-1838), el “descubridor” de Timbuktú, osaron adentrarse, la mayoría de las veces con consecuencias trágicas. El descubrimiento de la quinina como tratamiento eficaz contra la malaria facilitó después una exploración sistemática y la ulterior ocupación europea del continente. La conquista de África empezó a generar rivalidades que podían degenerar en un conflicto armado; fue la razón por la cual el canciller alemán Bismark convocó en 1884 un encuentro diplomático con el propósito de solucionar la “cuestión Africana”. La llamada Conferencia de Berlín procedió a un “reparto amigable” de África, y logró un consenso entre los reclamos de las diferentes potencias europeas. Etiopia (Abisinia), Liberia y los estados libres de Orange y Transvaal fueron los únicos territorios que pudieron escapar al apetito voraz de los países europeos. El Congo, territorio objeto de los reclamos de todos, fue entregado al rey de los Belgas a título de “propiedad privada” (bajo la ficción jurídica de Estado Libre del Congo), aunque los otros estados pudiesen comerciar allí libremente. España y Portugal, cuyos territorios estaban también en la mira de los británicos, franceses y alemanes, pudieron mantenerlos e incluso ampliarlos9.

Tampoco el continente asiático pudo escapar a la dominación imperial europea. En la segunda mitad del siglo XIX el subcontinente indio estaba bajo yugo británico. La región del sudeste asiático fue la siguiente presa de este insaciable apetito europeo de dominación mundial. Desde el siglo XVII el archipiélago indonesio era posesión neerlandesa. En el siglo XIX los diferentes reinos de la península del sudeste asiático pasaron al control francés con el nombre de Indochina10.

China fue después de África el caso más vergonzoso de este imperialismo europeo. Era casi imposible que no suscitara los apetitos de Europa por representar, dentro de la lógica capitalista, un importante potencial comercial (todavía lo es hoy en día). Británicos y portugueses tenían ya sus puntos de entrada por los puertos de Hong Kong y Macao (1557). Otras potencias quisieron también su parte del “ponqué chino”, empresa que resultó facilitada por la debilidad de la dinastía reinante Qing (Manchú), la cual tenía cada vez más problemas en aplastar rebeliones como la de los Taiping (1851-1864). Además, se capitalizaron las manifestaciones anti-occidentales como las instigadas por los bóxer (1899-1901) con el fin de atribuirse importantes “zonas de influencia”. Así, Francia, Alemania y Rusia pudieron también obtener puertos chinos tanto como territorios dentro de los cuales controlaban la totalidad del comercio, la hacienda y las aduanas, además de derechos extrajudiciales11.

Desde la Indochina , Francia penetró en China con la cesión del puerto de Zhangjiang y luego controló les regiones de Yunnan y Guangxi; por su parte, Rusia alcanzó a dominar todo el norte chino, del Xinjiang hasta Manchuria. Alemania recibió una parte modesta con el puerto Qingtao y el control del Shandong. Otra vez más, la porción más grande fue para Gran Bretaña que logró dominar todo el centro de China, del Tíbet hasta Nanking. Shangai, por su parte, fue establecida como “puerto libre”, abierta al comercio de todos los países12.

Otra variante de este imperialismo europeo decimonónico fue lo que se calificaría como expansionismo “colateral”, y los dos casos más representativos fueron Austria (Austria-Hungría a partir de 1867) en los Balcanes, y Rusia en el oriente. Esta última, dueña desde el siglo XVII de Siberia y de la mayor parte del reino de Polonia-Lituania en el XVIII, se extendió después en el Cáucaso (1828) para luego hacerse con el control de las regiones de Kajastán (1853) y de Turquestán (1873) en Asia Central, y del territorio alrededor del río Amur en el Lejano Oriente (1869). De ahí, al finalizar el siglo XIX, se adentró en Afganistán, y llevó sus reclamos territoriales hasta el Tíbet13.

Otro caso —éste bastante irónico— fue el del Imperio Otomano (conocido también como Imperio Turco), un imperio que terminó siendo víctima del imperialismo europeo. En el ocaso de su poderío, este imperio se extendía hasta Argelia en el sudoeste, el Yemen y el Kuwait en el sudeste, además de dominar toda la península de los Balcanes y Hungría, en pleno corazón de Europa. A partir del final del siglo XVIII el Imperio Otomano entró en decadencia. Luego, diferentes presiones e intervenciones europeas lo obligaron a otorgar la independencia a Grecia (1830), después a Rumania (1859), Serbia, Montenegro y Bulgaria (1878), y finalmente a Albania (1912). En África renunció a Argelia y Túnez en beneficio de Francia (1830 y 1881 respectivamente), a Egipto (1882) a favor de Gran Bretaña, a Libia en detrimento de Italia (1911), hasta ser finalmente reducida a la Península de Anatolia, es decir a la Turquía étnica (1922)14.


REFERENCIAS

1 El colonialismo se remonta a la época de la antigua Roma y fue también practicado por los antiguos griegos. Se trata, sin embargo, de un fenómeno diferente al colonialismo tratado en este escrito, razón por la cual no los voy a tratar.

2 Este espíritu de cruzada fue particularmente fuerte en España con la Reconquista de las tierras bajo dominio morisco. No se encuentra en mi intención discutir aquí las diversas interpretaciones relativas a las causas de las cruzadas. Sólo me intereso por los motivos ideológicos que motivaron los “grandes descubrimientos” del siglo XV.

3 Léanse las investigaciones del historiador canadiense Laurier Turgeon, «Pêcheurs basques et Indiens des côtes du Saint-Laurent», Études canadiennes/Canadian Studies , 1982, pp. 8-15; «Sur la piste des Basques: la redécouverte de notre XVI e siècle», Interface , vol. 12, No. 5, 1991, pp. 12-18. «Vers une chronologie des occupations basques du Saint-Laurent (XVI e -XVIII e siècle)», Recherches amérindiennes au Québec , vol. 24, No. 1, 1994, pp. 3-15.

4 Hostilidad debida al hecho de que estos vikingos masacraron a la delegación indígena que quiso establecer contacto con ellos. Prueba del típico complejo de superioridad europeo, denominaron a estos habitantes s kræling , palabra que significa “esquelético”, “flaquito”, en el sentido peyorativo de “enfermizo”. El abandono de Groenlandia en el siglo XII imposibilitó cualquier nueva empresa de colonización de América, porque los drakkars , naves vikingas, no tenían capacidad para la navegación en alta mar.

5 Le pays renversé. Amérindiens et européens en Amérique du nord-est, 1600-1664 , Montréal, Boréal Express, 1985, 416 pp.

6 Nueva Francia fue conquistada por Inglaterra en 1759 y Luisiana, vendida a los Estados Unidos en 1803.

7 Por ejemplo cuando Francia ocupó en 1898 el fortín británico de Fachoda en el oeste de Sudán.

Expresión utilizada por el emperador Alemán Guillermo II para defender el derecho de su país a tener colonias de ultramar.

8 Los comerciantes árabes en cambio habían logrado desde hace siglos abrir rutas comerciales en el interior del continente.

9 Una vez más se trataba de dejar regiones “calientes” a potencias consideradas como de poca monta, una táctica corriente en las relaciones internacionales.

10 Esta unidad administrativa se constituyó con los reinos vietnamitas de Tonkin y Annam y con los reinos de Laos y Camboya, además de la Cochinchina (sur del Vietnam), elevada en colonia. Siam (actual Tailandia) escapó a la colonización gracias a dirigentes hábiles que supieron jugar la carta diplomática del “Estado tapón” entre las posesiones británicas en el oeste y las francesas en el este.

11 Principio según el cual toda infracción civil o penal que implicaba europeos contra chinos o chinos contra europeos relevaba de la competencia exclusiva a la justicia europea.

12 Sin olvidar a Japón que sacó a Corea de la dominación teórica de China en 1905 y desde ahí, penetró en Manchuria y se la quitó a Rusia para establecer en 1931 su protectorado.

13 Donde topó con la resistencia de Gran Bretaña, la cual contestaba su presencia en Afganistán. El contencioso se arregló en 1907 a través de un tratado en donde Rusia renunció al Tíbet a beneficio de Gran Bretaña, mientras que ésta dejaba a aquella las manos libres en Afganistán. ¡Así funcionaban las cosas en la era del imperialismo!

14 No sin haber antes impedido un plan de reparto diseñado por parte de Italia, Grecia, Francia y Gran Bretaña, el cual fracasó por la resistencia turca al mando del general Mustafa Kemal (1881-1938), fundador de la Turquía moderna.

LECTURAS TERCER BIMESTRE

LOS GRANDES CONFLICTOS SOCIALES Y ECONÓMICOS DE NUESTRA HISTORIA

CAPITULO XXII

EN LA PATRIA BOBA

LA EDAD Dorada. - Genealogía de la mediocridad. - El Precursor Don Antonio Nariño, y los revolucionarios de ultima hora. - La tierra prometida. - El premio de la Fronda. - Liquidación de los Resguardos. - La igualdad mentirosa. - Ensanche del latifundio. - Los juicios ejecutivos. - Exodo hacia los páramos. - Erosión de una raza. - La mortuoria de España. - Los descendientes de don Pelayo y los herederos de "menor edad". - Sufragio de los Elegidos. - Los Lanudos. - El futuro Memorial de Agravios.

EL CALIFICATIVO de Patria Boba, que suele emplearse para designar la época comprendida entre los años de 1810 y 1816, se ha prestado para que se identifique dicha época con el supuesto predominio de personalidades generosas y tan apegadas a ideales altruistas y románticos, que sus errores se juzgan, por anticipado, limpios de todo interés mezquino y se los explica como el producto involuntario de un noble idealismo, que no les permitió percibir, a tiempo, la realidad. Así se urdió la leyenda de una Edad Dorada, de una Patria Boba que a la manera de Atenas, tuvo la fortuna de ser gobernada por un areópago de "próceres", cuya conducta desprendida y romántica les ganó el derecho de personificar las grandes virtudes de la nacionalidad. Estas premisas benévolas y optimistas sirvieron para revestir, con una fachada brillante y engañadora, el conflicto entre la oligarquía y el pueblo, conflicto sobre el cual se tendió, desde 1810, un velo de silencio deliberado. Se quiso así prefigurar una inexistente armonía social, que no pudo alcanzarse entonces porque los notables criollos fueron hallados faltos de la grandeza huma y de la generosidad de miras que hubieran sido indispensables para plasmar una temprana unidad nacional. El visible contraste entre la destreza de que dieron muestras cuando se trató de utilizar el gobierno para sus propios y egoístas fines y la lamentable ceguera e insensibilidad que les distinguió en todos los momentos en que se requería una auténtica comprensión de las necesidades y esperanzas de nuestro pueblo, fue el origen de su rápido desprestigio y la causa de esa atmósfera de mediocridad que le imprimieron indeleblemente a su época.

Asegurado Carbonell en la prisión, correspondió a don Antonio Nariño ser la segunda víctima. Quien tradujo los Derechos del Hombre, quien conoció las principales cárceles coloniales y padeció encierro en las más sombrías prisiones de la Metrópoli, pudo descubrir ahora el ominoso significado de la desconfianza que han profesado siempre las oligarquías a las personalidades eminentes. El 20 de julio encontró a Nariño en las cárceles de la Inquisición de Cartagena y allí esperó, vanamente, que la Junta de notables recordara sus eximios servicios a la causa de la Independencia, servicios que le ganarían, en la historia, el título de Precursor. Mientras los nuevos mandatarios se ocupaban de rendir honores desmedidos a quienes tenían la confianza de la camarilla gobernante, a Nariño no se le prestó atención, si nombre se rodeó de un silencio intencional y le fueron negados hasta los recursos indispensables para trasladarse a Santafé, porque se temía, con fundamento, que su prestigio le convirtiera automáticamente, en vocero de un pueblo sobre el cual se había establecido una nueva tiranía, Los vocales de la Junta no parecían dispuestos s tolerar el regreso inoportuno del hombre que poco había simpatizado con los proyectos del núcleo dirigente del estamento criollo, y se anticipaban, por eso, a prevenir el conflicto inevitable con quien comprendió tempranamente que la empresa de formar una nación no podía limitarse a una conjura de notables o al reemplazo de la hegemonía española por la hegemonía de una casta soberbia, que intentaba cerrarle al pueblo todas las vías de acceso a los beneficios de la nacionalidad. Como Nariño conocía íntimamente a los nuevos mandatarios, como estaba emparentado con ellos y pertenecía a la gran tribu doméstica de notables de Santafé, no sólo se le temía sino, que no se le perdonaban su indiferencia y despreocupación por los intereses de la rosca gobernante. Nada tiene, pues, de extraño que no se vacilara en emplear todos los medios, legítimos e ilegítimos, para evitar su regreso a la Capital y que la Junta respondiera a los reclamos de su esposa y de sus deudos con un insólito intento de reabrir ¡oh, ignominia! el juicio que siguieron a Nariño las autoridades coloniales por el mal llamado "alcance en la Tesorería de Diezmos". El que entonces se llegara al extremo de resucitar este cargo atrozmente injusto - cargo que analizaremos con prolijidad al relatar el Proceso de Nariño ante el Senado -, indica la resolución que tenía la Junta de impedir, a toda costa, una nueva intervención del Precursor en la política. Con sobrada justicia dice José Ricardo Vejarano, uno de los biógrafos de Nariño: « El movimiento popular del 20 de julio en Santafé debía causar a nuestro héroe una amargura más honda que todas las que hasta entonces le hubieran producido sus luchas por la patria. El triunfo de sus ideales llegaba de improviso y, al parecer, en forma definitiva. Los revolucionarios de última hora, los que habían vivido en paz y en holgura durante el régimen español, son en estos momentos los héroes del día, los favorecidos con las aclamaciones y con las prebendas... De todos los entusiastas luchadores del país se acuerda el nuevo gobierno sur de una revolución que viene de tan lejos, y que los sufrimientos de Nariño y las lágrimas de su mujer y de sus hijos habían hecho, al fin, arraigar sobre un suelo impropicio. De todos se acuerda, pero se preocupa también de aparentar olvido e indiferencia hacia el protomártir que, después de destituidas las autoridades legítimas, se encuentra aún en Cartagena sufriendo una prisión que esas mismas autoridades le habían impuesto. Tres meses después del 20 de julio, Nariño está aún en la extraña condición de un prisionero viviendo en un bohío al pie de la Popá y para salir de allí necesita acudir al interminable papeleo. ¿Es que se quiere impedir a toda costa que este hombre temido, solicitado, amado, respetado, despreciado, porque todo lo era al tiempo, regresase a Santafé? Con una insania increíble se ha pretendido revivir sus procesos del año 94, especialmente en lo que se refiere a su alcance a la Caja de Diezmos ».

Debe reconocerse, sin embargo, que la hostilidad contra el Precursor apenas evidenciaba un aspecto marginal y negativo de la política criolla. Nariño, por su prestigio, era uno de tantos obstáculos que necesitaban removerse a fin de despejar el camino a las viejas aspiraciones del estamento criollo, aspiraciones que lo enfrentaron a la Corona, lo indujeron a traicionar la Revolución de los Comuneros y constituían ahora los objetivos centrales de la sórdida filosofía social que se pretendía imponer al pueblo granadino, no obstante que ese pueblo la miraba con instintiva hostilidad.

Cuando todavía no habían transcurrido dos meses desde el 20 de julio, cuando Nariño permanecía en Cartagena, Carbonell se hallaba en la cárcel y la ciudad era patrullada por la famosa Guardia de orejones, los vocales de la Junta dictaron la providencia con que soñaron los hacendados y propietarios desde los tiempos del Oidor Moreno y Escandón, providencia cuya finalidad era la destrucción, cuidadosamente planeada, de los Resguardos de Indios. El 24 de septiembre de 1810 se descubrió el resultado de muchas sesiones secretas de la Junta, porque ese día se dio a la publicidad el Decreto, aprobado por la unanimidad de sus vocales, en el cual se ordenaba poner término al status jurídico excepcional de que habían gozado los indios durante la Colonia y se disponía liquidar la famosa institución que los protegió y gracias a la cual dispusieron de tierras abundantes y de alguna seguridad para que las condiciones de su trabajo no quedaran totalmente a merced de la rapacidad de hacendados y latifundistas.

El Decreto tiene caracteres tanto más censurables cuanta que él fue redactado en términos engañosos, destinados a crear una falsa impresión en los indios y a persuadirlos de que se trataba de otorgarles un beneficio, cuando en realidad se les iba a convertir en las víctimas del más cruel e inconveniente de los despojos. Su equívoca fraseología puede apreciarse desde el artículo primero, el cual dice: « Quitar desde hoy esta divisa odiosa del Tributo y que en adelante gocen los referidos indios de todos los privilegios, prerrogativas y exenciones que corresponden a los demás ciudadanos... ».

La abolición del Tributo daba margen para suponer que se trataba de conferir un beneficio a los naturales y los historiadores se encargaron de presentar esta hipótesis como prueba indiscutible de las generosas y avanzadas ideas que inspiraban a la Junta. Lo que se cuidaron muy bien de mantener en silencio, o de no comentar, fue la segunda parte del artículo citado y las mismas características de la institución del Tributo, por que sólo así podría hacerse pasar como benéfica una medida que acarreaba a los indios los más graves perjuicios. Los verdaderos fines del Decreto se descubren, sin embargo, cuando se tiene en cuenta la naturaleza del Tributo y la situación privilegiada en que dicho impuesto colocó a los indígenas durante la Colonia. El Tributo, en efecto, fue concebido y aplicado como el impuesto único que debían pagar los indios y con excepción de los Diezmos, a los que estaban obligados, por sus finalidades eclesiásticas, todos los vasallos de la Corona, con el dicho Tributo se agotaban las obligaciones fiscales de los indígenas para con la Real Hacienda. Su status tributario era, pues, privilegiado y excepcional por cuanto estaban exentos de los demás impuestos y de los más gravosos, y porque la cuan tía del Tributo indígena era notablemente inferior a la suma erogable de todos los impuestos que debían pagar los vasallos blancos y mestizos en los Dominios. De ahí que la verdadera intención del Decreto de septiembre sólo se descubra en la segunda parte del artículo primero, la cual dice: « Quedando. - los indios - sólo sujetos a las contribuciones generales que se imponen a todo ciudadano para ocurrir a las urgencias del Estado». No se trataba, pues, de aliviar la suerte de los indios, como se ha dicho frecuentemente, sino de liquidar, en forma definitiva, la situación jurídica excepcional de que disfrutaron durante la Colonia, sometiéndolos a pagar impuestos más cuantiosos que el Tributo, como eran todos lo que obligaban a los demás ciudadanos.

En el plano académico es discutible, naturalmente, la conveniencia o inconveniencia de que en una sociedad existan sectores de su población asimilados a "menores de edad", con la finalidad de otorgarles, como se otorgaba a los indios, una excepcional protección; pero nunca podrá decirse, con justicia, que el súbito término de este régimen excepcional constituya, automáticamente, una ventaja y un servicio para quienes de él se beneficiaban. Los mismos indios no tardaron en descubrir que el Tributo representaba una erogación mucho menos cuantiosa que "las contribuciones generales que se imponen a todo ciudadano", y ésta fue una de las causas que malograron los esfuerzos realizados por la oligarquía criolla, entre los años de 1810 y 1816, para incorporar a su causa a las masas indígenas de la Nueva Granada. Explicablemente los indios miraron con profunda desconfianza las actividades de un Gobierno que se inauguraba con actos de tan franca hostilidad contra ellos y el partido español pudo afianzarse en las provincias donde era mayor la densidad de la población aborigen, sin que el estamento criollo consiguiera, cuando llegaron las fuerzas expedicionarias del General Morillo, que la gran base indígena de nuestro pueblo lo acompañara a ofrecer resistencia a los ejércitos pacificadores. Esa resistencia sólo comenzó, como habremos de verlo, cuando Simón Bolívar cambió las consignas de la lucha contra España y convirtió la batalla de la Independencia no en la causa recortada de los oligarcas criollos sino en una vasta revolución social, que despertó el entusiasmo de los esclavos, de los indígenas y de los sectores desposeídos de nuestra población.

En realidad, los perjuicios acarreados a los indios por el Decreto que comentamos - Decreto cuyas doctrinas inspiraron la legislación adoptada posteriormente en el Congreso de Cúcuta - sólo pudieron verificarse debidamente cuando el Libertador regresó del Perú e indignado ante los abusos que estaban cometiéndose contra la población aborigen, ordenó a los intendentes y gobernadores efectuar una investigación a fondo y enviar al Poder Ejecutivo los informes correspondientes. Esos informes tienen particular valor porque en ellos no se registran simples hipótesis, sino que se relatan las consecuencias reales que se siguieron para los indios como resultado de la legislación promulgada, desde 1810, por los procuradores de la oligarquía criolla. Con respecto al Tributo indígena, del que estamos ocupándonos, vale la pena mencionar las opiniones de la Comisión de Letrados que, por orden del Libertador, estudió el problema en los Departamentos del Sur, opiniones incorporadas en el informe remitido por ella al Poder Ejecutivo el 5 de septiembre de 1828: « No habiendo duda - dice la Comisión - qué el indio es la presa infalible del más fuerte, y que nadie deja de serlo respecto de un ser tan abatido y miserable, debemos confesar que en la necesidad de exigirle un impuesto como miembro del Estado, es preferible aquél que le salve de mayores males. Tal es la ventaja que aseguraba el Tributo, pues la suerte de los indios ha estado rodeada de peligros, ya de parte de los curas que, alegando tener afianzada su subsistencia en el altar, podían abusar de su poder y de la afición de los naturales a la pompa del culto para agravar su miseria; ya de parte de los curiales que no perderían la ocasión de vejarles en sus pleitos; y ya de los guardas de Alcabala, que, verificando la exacción en parajes solitarios, ejercerían a salvo todo género de violencias para sacar partido de su desvalimiento. La tasa - del Tributo - les defendía de semejantes extorsiones; pues era contribución única, y la cuarta parte de su valor se destinaba para su Cacique, para su Protector y para el clero. Los curas percibían de este ramo los derechos sinodales que debían erogar los indios por sus matrimonios y entierros, y ellos formaban la renta de algunos beneficios, cuyos proventos ordinarios no alcanzan a mantener el párroco. Abolido el Tributo ha caído sobre los indios una nube de calamidades; de manera que, en cambio de una igualdad nominal, han perdido las garantías civiles a que debían la exención de mayores males; dejándose entender que, los que participaban del impuesto, se habrán indemnizado a costa de los naturales indefensos ».

«Llamados en efecto al goce de los derechos políticos que no han ejercido a falta de luces y de interés por la causa pública, han perdido la protección que recibían del Ministro autorizado (Protector de Indios) que les servía de salvaguardia contra los ataques a que provoca su debilidad, y un abuso continuado desde el descubrimiento de Colón. Cuando se concedió a los indios los privilegios de menores, en nada menos se pensó que en degradarles; no influyó otro motivo que el convencimiento de su debilidad y de la tendencia de los demás a sacar ventajas de su abyección. Esta providencia, censurada por los que desconocen las circunstancias locales, produjo los mejores efectos a favor de los indios. El Protector General supervigilaba la conducta de los partidarios; el poder y la malicia tenían el celo y representación del Protector Fiscal, y los indios gozaban del sosiego que procura la confianza de vivir seguros bajo la sombra de la ley. ¿Ha variado, acaso, su condición? No; sin más luces, sin otros sentimientos, están privados de la asistencia paternal del Ministro Protector, y abandonados a merced de las gentes de pluma y de las que especulan sobre la desgracia ajena. Sus querellas se eternizan, los curiales les despojan; y decorados con el título de ciudadanos, no participan siquiera de los derechos de la humanidad, pues se ven condenados a servicios duros y gratuitos, a trabajar en climas mortíferos, y a todas las vejaciones y pensiones de que es víctima el hombre débil y desvalido.

«Desde que el indio pagaba su tasa (el Tributo) quedaba libre de otras molestias de parte del fisco; pudiendo introducir sin estorbo al mercado los efectos de su industria para reducirlos a dinero. Sus pobres cargas son ahora registradas, detenidas y pensionadas a las puertas de los lugares; pudiendo calcularse que vale más este pecho que la antigua tasa, con la diferencia que su pago no era entonces difícil, pues gozando de una plena libertad en el comercio, recogía fácilmente la suma necesaria, cuando al presente no sólo padece los embarazos y sobre cargas de la Alcabala, que tal vez importa más que el efecto, sino, lo que es peor, lo pierde del todo, porque los guardas, mal pagados y poco delicados en materia de honradez, gustan de cebarse en los despojos de estos infelices... - Comisión de Letrados - Salvador Murgueíto, José Fernández Salvador, Víctor Félix de San Miguel e Ignacio Ochoa ».

No debe, sin embargo, creerse que el aspecto tributario del Decreto de la Junta Suprema era el más lesivo para la población aborigen. Sus disposiciones realmente perniciosas, las que serían causa de la profunda miseria y del drama de nuestros campesinos en la época republicana, se encuentran en su artículo segundo, el cual ordena liquidar los Resguardos de Indios. Como nuestros lectores recordarán, por Resguardos se entendían, en las Leyes de Indias, las vastas extensiones territoriales otorgadas a los naturales para su uso y beneficio, extensiones que dichas Leyes mantuvieron indivisas, a fin de que los indios las trabajaran en común, de acuerdo con sus tradiciones inmemoriales. El indígena, como bien lo comprendieron sus defensores durante la Colonia, amaba la tierra, pero no ambicionaba ni entendía la apropiación individual de la misma, porque sus hábitos inmemoriales le inclinaban a trabajarla colectivamente con las consiguientes ventajas que para él se derivaban de conseguir una amplia división del trabajo dentro de la misma Comunidad aborigen y de no condenar a cada individuo de ella a depender, para su subsistencia, de las escasas posibilidades de una parcela de tierra de extensión precaria. El Resguardo representaba para el indio no sólo una institución adaptada a sus tradicionales formas de vivir y de producir económicamente sino que él lo emancipaba del dramático destino que le sobrevendría cuando se encontrara sin tierra o circunscrito a una pequeña parcela, cuya extensión y calidad no le permitirían derivar de ella su subsistencia.

Fueron, no obstante, las ventajas y la protección que los Resguardos ofrecían a sus beneficiarios, las verdaderas causas que hicieron odiosa la institución entre los propietarios criollos, porque los indios, en tanto dispusieron de tierras suficientes, trabajadas colectivamente por ellos y cuyos frutos distribuían en común, no mostraron propiamente entusiasmo por alquilar su trabajo en las haciendas y ello creó una periódica escasez de mano de obra, sólo superable cuando los propietarios se decidían a ofrecer a los indígenas salarios atractivos. Por eso, en los prolegómenos del movimiento de 1810, se agudizó el problema a que hicimos alusión en el Capítulo XVIII de esta obra. «En la medida decíamos entonces que se reducía el número de las personas beneficiadas con la merced de Encomienda, desaparecían las modalidades impuestas por dicho régimen a la estructura económica del Reyno y adquiría mayor importancia el llamado "concierto agrario", institución por cuya virtud los indios de Resguardo o de Comunidad estaban obligados a proporcionar, para el cultivo y laboreo de las haciendas, una cuota de trabajadores asalariados, fijada en el cuarto o en el quinto de la población de cada Resguardo. Se puede afirmar, por consiguiente, que el tipo de organización agraria que sustituyó a la Encomienda fue el régimen de las grandes haciendas, formadas por las mercedes de tierras o los remates de realengos, haciendas que sus propietarios trabajaban, de manera principal, con indios concertados. Como la cuantía de los dichos indios se reducía a las cuotas autorizadas por el régimen del "concierto", el cual sólo permitía el cuarto o el quinto, no puede decirse que en el Nuevo Reyno existiera un exceso de mano de obra disponible para la economía privada, sino una relativa escasez de ella, lo que obligaba a los grandes propietarios a ofrecer salarios atractivos a los indígenas, siempre que deseaban obtener una mayor cantidad de trabajadores de la autorizada por las cuotas muy limitadas del "concierto".

Ello explica suficientemente la aversión que los grandes magnates de la oligarquía criolla profesaban a los Resguardos y los numerosos intentos que realizaron, en el último tercio del siglo XVIII, para destruirlos. Convencidos de que sólo cuando los indios carecieran de tierra podrían los hacendados disponer de abundancia de mano de obra e imponer a los dichos indígenas las condiciones de alquiler de su trabajo, no hubo recurso a que no acudieran para lograr la quiebra de los Resguardos...

La Corona y sus autoridades delegadas no se mostraron dispuestas, sin embargo, a permitir que los grandes propietarios del Reyno resolvieran sus problemas de mano de obra por el fácil sistema de despojar a los indios de sus tierras, a fin de obligarlos, ya reducidos a la miseria, a alquilar su trabajo en las condiciones fijadas por los hacendados. En franca discrepancia con los magnates criollos, las autoridades del Reyno se empeñaron en preservar, para los indios, las tierras de sus Resguardos, lo cual sólo dejaba a los hacendados el recurso de aumentar los salarios si deseaban contar con una adecuada provisión de mano de obra. «Son generales las quejas contra la ociosidad - decía el Virrey Mendinueta en 1803 -; todos se lamentan de la falta de aplicación al trabajo; pero yo no he oído ofrecer un aumento de salario y tengo entendido que se paga en la actualidad el mismo que ahora cincuenta años o más, no obstante que ha subido el valor de todo lo necesario para la vida, y que por lo mismo son mayores las utilidades que produce la agricultura y otras haciendas, en que se benefician o trabajan los artículos de preciso consumo. Esta es una injusticia que no puede durar mucho tiempo, y sin introducirme a calcular probabilidades, me parece que llegará el día en que los jornaleros impongan la ley a los dueños de haciendas, y éstos se vean precisados a hacer partícipes de sus ganancias a los brazos que ayudan a adquirirlas ». (Relaciones de Mando, pág. 476).

Dueño el estamento criollo del gobierno, su principal empeño fue ofrecer, para este vital problema, una solución acorde con sus intereses de clase. Ello explica la naturaleza de los mandatos contenidos en el Decreto de septiembre de 1810, mandatos que significaban, en realidad, la culminación de los numerosos esfuerzos realizados a lo largo del Siglo XVIII para arrebatar a los indios sus tierras, a fin de obligarlos, ya reducidos a la miseria, a convertirse el gleba irredenta de peones y terrasgueros, adscritos a las grandes haciendas. La solución ideada por los vocales de la Junta de notables de Santafé se redujo, en consecuencia, a ordenar la liquidación de los Resguardos y la partición de sus vastos territorios en pequeñas parcelas, las cuales debían adjudicarse a cada una de las familias de la antigua Comunidad indígena. Se les repartirá, a los indios - dice el Decreto - en propiedad las tierras de sus Resguardos, distribuyéndolas en cada pueblo según su justo valor y en suertes separadas, con proporción a sus familias... » Así se puso súbito término a todas las instituciones de colaboración social de los antiguos Resguardos - fueran ellas las siembras y cosechas en común o las llamadas Cajas de Comunidad -, y se condenó al indio a derivar su sustento de una parcela que, por su precaria extensión, le era a todas luces insuficiente. Ello le obligaría a buscar medios suplementarios de vida, alquilando su trabajo en las condiciones y el salario determinado unilateralmente por los hacendados. El proceso era tanto más inevitable cuanto que los autores del Decreto nunca tuvieron en mente distribuir entre lo indios la totalidad de las tierras de sus antiguos Resguardos. En la reglamentación de dicho Decreto, como en las disposiciones legislativas promulgadas posteriormente por el Congreso de Cúcuta, se puso en evidencia el fondo de la vasta conjura fraguada para traspasar, al área del latifundio criollo, las mejores tierras de los Resguardos, tierras que, para esta época, tenían la más ventajosa situación económica, por su localización con respecto a los centros de demanda efectiva. Con este objeto se fijó en un cuarto de hectárea y en media, en casos excepcionales, la extensión de las parcelas que debían adjudicarse a cada una de las familias de la antigua Comunidad indígena, lo cual creó los famosos. "sobrantes" de tierras de los Resguardos, que fueron destinados para adjudicarse a título gratuito o en almoneda pública a terceros. Tales "sobrantes" constituyeron una de las principales fuentes del latifundio de la República y del escandaloso ensanche del latifundio colonial. Nada tiene, pues, de extraño que a los indios se adjudicaran las porciones de peor calidad de sus antiguos Resguardos - las faldas erosionadas, los páramos, las extensiones estériles - al tiempo que la tierra feraz de ellos, la bien provista de aguas y mejor localizada, se trasmitía profusamente a los grandes señores de la oligarquía criolla.

Debe reconocerse, no obstante, que lo peor vendría después, y vendría como resultado de la misma atomización de la vida económica de los indios, que sustituyó a sus antiguas formas colectivas de producir y se tradujo en la rápida disolución de la comunidad aborigen, cuya base económica era la propiedad colectiva de las tierras de los Resguardos Privados los indios de la ayuda que les proporcionaron tradicionalmente las Cajas de Comunidad, se vieron forzados, en las épocas de siembra o de cosecha, a solicitar préstamos a los usureros de la región, préstamos que se les otorgarían, naturalmente, con la estipulación de intereses leoninos y la hipoteca de sus pequeños lotes. Como el producido de dichos lotes ni siquiera les alcanzaba para su propio sustento y el de sus familias, mal , podía permitirles cancelar con oportunidad las obligaciones usurarias contraídas y los Juicios Ejecutivos se encargaron de despojarlos, en el curso de corto lapso, de sus propiedades. Tales Juicios constituyeron, por ello, una de las principales fuentes de enriquecimiento del Gremio de Abogados y de leguleyos, vital apéndice de la oligarquía gobernante, y ensancharon las vías a través de las cuales se cumpliría el sistemático traspaso, al área de la economía criolla, de las tierras de los antiguos Resguardos. En este marco de desleal competencia y de completo desamparo fue inevitable que los indios pasaran rápidamente, como pasaron, de propietarios que habían sido durante casi dos siglos, a la final condición de los desarraigados peones y arrendatarios que hoy forman el cuadro de fondo de la horrible miseria de nuestro pueblo. Resulta pertinente, por tanto, transcribir aquí las observaciones de don Miguel Triana con respecto a la suerte que sobrevino a los indios como consecuencia de la liquidación de sus Resguardos. « Tan pronto como fueron dueños libres - dice Triana - hubo quienes les compraran su misérrima propiedad a menos precio: así se dispersaron y cayeron en la más dolorosa miseria y en el más absoluto abandono. Puede decirse que desde este momento comenzó la definitiva desaparición de la raza indígena en "el País de los Chibchas"... De la ventajosa posición de propietarios, la que dignifica y ciudadaniza, pasaron los indios por centenares de miles a la de concertados inseguros, en la calidad de colonos de tierras estériles o insalubres; o como dispersos jornaleros sin familia, en empresas desarraigadas, donde hace esta raza sus últimos esfuerzos de agonía... En las lomas desoladas por los desmontes y estriadas por los amarillos barrancos que ha cavado el torrente fugitivo de las lluvias, pastorea un rebaño de ovejas un niño medio desnudo, de cuatro años de edad, cubierta la espalda con un fleco de pingajos contra los rigores del páramo. Al apoyo de un peñasco se recarga la techumbre escueta del hogar paterno, rodeado de un pequeñísimo cultivo de coles, las cuales aporca con un pedazo de azadón ya sin paleta, roída por el uso, un viejecillo harapiento, de piernas cortas y anchas espaldas. En cuclillas una mujer desgreñada atiza el fogón, formado por tres piedras, o hace girar diligente el huso de la rueca. Al pie de la techumbre, sobre un pequeño remplán que hace el oficio de patio, gatean o dan los primeros pasos, bajo la vigilancia de un perro sarnoso, los niños de corta edad que todavía no son capaces de ir con el cántaro a la lejana fuente. Los nietos mozos, la nuera, y los muchachos trabajan a jornal en la hacienda que extiende sus feraces cultivos en la planicie fecunda del fronterizo valle que se columbra en la hondonada bordeada de ala medas, por entre las cuales se desliza el río perezoso y apacible. Aquélla es la familia indígena en éxodo hacia las cumbres del páramo, cuyo abuelo vendió su derecho de tierra (en los Resguardos) al patrón que hoy le cobra en trabajo la obligación por vivir en un retazo estéril al pie del peñasco ».

Con la benevolencia de que suelen dar muestra nuestros historiadores cuando se trata de disculpar a los personajes con decorados con el título de "próceres" por la oligarquía agradecida, se dice frecuentemente que los notables de la Junta de Santafé, a cuya cabeza figuraban don José Miguel Pey y Camilo Torres, no podían prever los desastrosos resultados futuros de sus providencias, las cuales suponen inspiradas en un generoso humanitarismo. Los hechos históricos, sin embargo, no dan asidero a la hipótesis de una posible e inverosímil ignorancia de los miembros de la Junta con respecto a las consecuencias sociales y económicas de sus medidas legislativas. Durante toda la parte final del siglo XVIII ningún tema fue más prolijamente debatido en el Nuevo Reyno que el de los Resguardos y en dichos debates se puso de manifiesto, de manera exhaustiva, la necesidad de mantener el status jurídico excepcional de los indios, a fin de defenderlos de una competencia económica para la cual no estaban preparados. Como nadie desconocía, en 1810, las consecuencias que se seguirían de la disolución de los Resguardos, la misma Junta se preparó una justificación anticipada, - para evadir sus responsabilidades históricas -, justificación que consistió en fijar un corto plazo, durante el cual les estaba vedado a los indios enajenar sus parcelas. Las razones de esta medida transitoria, consignadas en el Decreto, constituyen toda una confesión de parte y demuestran que sus autores no ignoraban los previsibles resultados de la nueva legislación sobre Resguardos. Por eso la Junta fundamentaba el mencionado plazo, diciendo: «De modo que no sea fácil engañarlos ni seducirlos valiéndose de su natural sencillez, para despojarlos de su pertenencia territorial ».

Mal puede, pues, alegarse una supuesta ignorancia invencible por parte de los nuevos gobernantes, quienes tenían plena conciencia, como la tenían todos los hacendados criollos, de que la disolución de los Resguardos determinaría el deterioro radical de las condiciones de vida de los indios y los condenaría, en corto plazo, a perder su calidad de propietarios y a convertirse en colonos, terrasgueros, arrendatarios y peones adscritos a las grandes haciendas, en cuyos patios se levantaría el famoso "cepo", como tenebroso símbolo de la hegemonía feudal de los nuevos amos.

Nuestros lectores supondrán, tal vez, que aquí se agotan las sombras del cuadro y que arribamos, por fin, a los límites del drama cuyos orígenes se encuentran en la Patria Boba; del drama en que corresponderá al pueblo desempeñar el papel de víctima y a la oligarquía redactar la Historia y distribuir los títulos de "prócer". Pero no fue así. Todavía quedaban en pie aquellas Ordenanzas - incorporadas a las Leyes de Indias -, que establecían la jornada de ocho horas, el salario mínimo y el descanso dominical remunerado. Ordenanzas que  un último refugio para los indios, los desvalidos y los desheredados. Aunque hoy se ha convertido en un lugar común afirmar, con evidente exageración, que dichas Leyes no se cumplían durante la Colonia y que la protección otorgada por ellas tuvo un carácter teórico, conviene advertir que la circunstancia de su real o supuesto incumplimiento, no constituía razón válida para exonerar a quienes se decían personeros del espíritu republicano y adalides de la civilización, del deber de dar plena vigencia a esas instituciones, si es verdad que ellas no estaban cumpliéndose, o de sustituirlas por otras que satisfacieran, en forma, más eficaz, las mismas necesidades sociales. No ocurrió así, sin embargo, porque la supervivencia de tales garantías significaba una considerable limitación de las ventajas que la oligarquía criolla esperaba derivar de la destrucción de los Resguardos. Si se trataba de forzar a los indios, despojándolos de sus tierras, a alquilar su trabajo a menosprecio en las haciendas, mal podía convenirse en la supervivencia de una serie de garantías sociales cuyo objeto era, precisamente, defender al indio asalariado.

No se crea, sin embargo, que para derogar las Leyes de Indias se empleó el recurso de expedir un Decreto, como ocurrió con los Resguardos. Era difícil hallar argumentos ficticios en este caso y se prefirió, por tanto, enterrarlas sigilosamente. En la difusa penumbra de la Patria Boba se tendió sobre ellas el velo de un olvido deliberado, y la Junta de Gobierno, que había festejado la Conquista y se decía defensora y garante de "los derechos de Fernando VII", les hizo un entierro de pobres a las leyes que protegían a los pobres. El histórico Juicio de Sucesión en que se repartió el activo y el pasivo que nos dejó España, la herencia colonial fue aceptada, sin beneficio de inventario, en aquellos de sus aspectos en que ella implicaba la continuación del latifundio, la esclavitud de los negros, los resabios aristocráticos y las distinciones señoriales de clase, pero los "descendientes de don Pelayo" se cuidaron muy bien de recusar esa herencia en aquellas de sus porciones que engloban las Leyes de Indias y las Ordenanzas que otorgaban alguna garantía a los desvalidos. Ello explica por qué sólo una centuria después, en pleno Siglo XX, se reincorporaron a nuestras instituciones la jornada de trabajo de ocho horas, el salario mínimo y el descanso dominical remunerado, derechos que le fueron arrebatados al pueblo colombiano por una oligarquía frondista, de la cual fueron víctimas, en la primera fase de nuestra historia republicana, don José María Carbonell, Antonio Nariño y Simón Bolívar. A ellos se les tildó de tiranos, de agitadores y demagogos porque trataron valerosamente de contener el proceso de "oligarquización" económica y social del país y de representar las aspiraciones y esperanzas de la gleba anónima y humilde en su desigual controversia con los poderes consagrados de la sociedad.

Debe reconocerse, no obstante, que los personeros del estamento criollo no fueron solamente los vocales de la Junta de Santafé y los hacendados de la Sabana. En la poderosa provincia del Socorro, para citar solo un ejemplo, se apoderó del poder, en 1810, el clan de notables cuyo núcleo principal estaba formado por los descendientes y la parentela del famoso don Salvador Plata, autor de la entrega de Galán a las autoridades españolas, y allí, al igual que en Santafé, se decidió prohibir al pueblo, por anticipado, toda intervención en la política. En el Acta de constitución de la Junta de Notables del Socorro, firmada el 15 de agosto de 1810, se hizo la siguiente declaración, que recuerda los Bandos promulgados por los notables de la Capital contra don José María Carbonell: « Solamente la Junta podrá convocar al pueblo, y éste no podrá ahora reclamar sus derechos sino por medio del Procurador General, y si algún particular osare tomar la voz sin estar autorizado para ello legítimamente, será reputado por perturbador de la tranquilidad pública y castigado con todo el rigor de las penas ». En dicha Acta se decretó, también, la disolución de los Resguardos, siguiendo los términos engañosos y los mismos principios equívocos practicados en Santafé. « En el día que proclamamos nuestra libertad - dice el Acta - y sancionamos nuestro gobierno por el acto más solemne y el juramento más santo de ser fieles a nuestra Constitución, es muy debido dar un ejemplo de justicia declarando a los indios de nuestra provincia libres del Tributo que hasta ahora han pagado y mandado que las tierras llamadas Resguardos se les distribuyan por iguales partes... Asimismo se declara que desde hoy entran los indios en sociedad con los demás ciudadanos de la provincia a gozar de igual libertad y demás bienes que proporciona la nueva Constitución, a excepción del derecho de representación que no obtendrán hasta que hayan adquirido las luces necesarias para hacerlo personalmente ».

En los últimos pasajes citados se anuncia ya la medida que ha de completar el círculo de alambradas hostiles, entre las cuales se aprisionará el destino de nuestro pueblo. A los indios, con el engañoso pretexto de incorporarlos "en sociedad con los demás ciudadanos", se les privaba del status de especial protección que les había defendido en el pasado y se les sometía, al suprimir el Tributo, a cargas fiscales más cuantiosas; pero en el momento de definir no sus obligaciones sino sus derechos, se invocaba habilidosamente su falta de "luces", a fin de privarlos de la prerrogativa fundamental de la ciudadanía: la del sufragio. Para pagar impuestos, prestar servicio militar y competir en la vida económica se les consideraba hábiles, en contra de los precedentes y la experiencia, pero otra cosa ocurría en cuanto al derecho de representación, a la facultad vital de intervenir en la organización del Estado, facultad que se les negaba para reservarla privativamente a los notables.

Con estos elementos de juicio es posible tener ya una visión conjunta de la política del estamento criollo, orientada a destruir las instituciones que salvaguardiaban el trabajo de los humildes y a dar al Estado una conformación que lo convirtiera en instrumento de los intereses sociales y económicos de la oligarquía. Por eso se negaba al indio el derecho de votar y esa restricción se haría extensiva a los pobres, los desvalidos y los desheredados en el Derecho promulgado, el 26 de diciembre de 1810, por la Junta de Gobierno de Santafé. Ese Decreto, destinado a reglamentar los comicios, decía en sus acápites pertinentes: « Reunido el pueblo el día señalado, se le advertirá la grandeza del objeto para que se ha juntado, y la necesidad de que los votos recaigan en personas idóneas, de luces y de patriotismo... Pero se les hará entender, que no pueden votar, ni puede recaer la votación, en las mujeres ni en los menores de veinticinco años... ni en los que carezcan de casa abierta, ni los que viven a expensas de otros, o estén en el actual servicio suyo, a menos que en la pública opinión sean propietarios de bienes raíces o muebles ».

Las restricciones impuestas al sufragio por la Junta de Gobierno, revelaban no solamente el espíritu de casta de sus miembros, sino la influencia que en ellos ejercían las doctrinas del puritanismo burgués, consignadas en la Constitución norteamericana. La teoría calvinista de los "Santos Visibles", de los ricos convertidos en "predestinados" y en agentes únicos de la Voluntad Divina en el mundo en el mundo, teoría que los constituyentes de Filadelfia tradujeron en fórmulas destinadas a solo otorgar el sufragio de los ricos, adquirió carta de naturaleza en nuestro Derecho Constitucional por medio de ese Decreto, que inspiraron don José Miguel Pey y don Camilo Torres.

En el Archivo Nacional existen muchas de las actas y diligencias de las primeras elecciones efectuadas en el Nuevo Reyno después del 20 de julio, elecciones que se llevaron a efecto para renovar los Cabildos o designar los nuevos vocales de las distintas Juntas gubernamentales de las provincias del Reyno. Como en dichas actas se puede seguir el acentuado proceso de "oligarquización" de la vida política granadina, vamos a transcribir algunas de ellas, a fin de que nuestros lectores puedan apreciar las tendencias características que informaban el clima social de la Patria Boba. « En virtud de orden expedida - dice una de tales Actas - por el señor Teniente Corregidor de la Villa de Ubaté, don Juan Manuel Bernal, en fecha 11 del corriente mes y año, hice juntar y se juntaron y congregaron en este referido pueblo, en forma de cabildo abierto, todos los vecinos blancos, a efecto de elegir el diputado que sufrague la votación, en la elección que en dicha Villa de Ubaté se ha de hacer de los sujetos que deben componer aquel Cabildo... ». Otra Acta reza: « En Tausa, en 13 de septiembre de 1810, en virtud de la orden que antecede, convoqué a Junta a todos los vecinos principales, los que juntos, que serían treinta sujetos, les leí la orden, explicándoles que era para que eligiesen un diputado para que representara las acciones de cada uno, los que habiendo hablado uno por uno y después todos juntos dijeron que quien elegían era Pedro Forero...». Veamos, por último, el texto de otra diligencia: «Convoqué juntos a todos los vecinos principales, los que juntos serían veinte sujetos, les leí la orden explicándoles la orden que era para que eligiesen un diputado que representara las acciones de cada uno, los que habiendo hablado uno por uno y después todos juntos dijeron que quien elegían era a José Manuel Torres...

Don Camilo Torres, como vocero del estamento criollo, criticó acerbamente, en el Memorial de Agravios, las odiosas distinciones establecidas durante la Colonia entre criollos y peninsulares y predijo la ruina del Imperio español si se prolongaba en América esta absurda dicotomía política. Pero el mismo señor Torres y la clase social que representaba, no vacilaron en establecer, al adueñarse del mando, distinciones no menos odiosas entre ellos y el pueblo que tenían la pretensión de gobernar. Así se opusieron, alegando su calidad de "descendientes de don Pelayo", a que la Metrópoli favoreciera a los peninsulares, pero al llegar el momento de definir, en el ámbito mismo de la Patria, sus relaciones con los artesanos, los indios y los campesinos granadinos, echaron por la borda la filosofía igualitaria y el humanitarismo que habían dicho profesar, y trazaron unas fronteras, para defender el privilegio, en cuyo curso discurre, ignorado, todo el drama de nuestro pueblo. «Los que conmovían al pueblo - escribía con horror uno de los voceros del estamento criollo - esparcían ideas sediciosas, y entre ellas la detestable máxima de que en el día no hay distinción de personas, que todos somos iguales ».

En nuestro pueblo, más cercano a esas zonas de vitalidad donde rigen las potencias telúricas de la raza y de la tierra, afloró, en 1810, la conciencia de la autenticidad nacional y nació la esperanza de que una vez rotas las amarras de la Colonia tendría la fortuna de ser gobernado por gentes que se le parecieran, simpatizaran con sus vivencias espirituales y quisieran ayudarlo a vencer el abismo de su inmensa miseria.

Pero en la vanidosa oligarquía criolla se evidenció, desde el primer momento, ese menosprecio por lo típico, por lo popular, a que se acostumbraron sus gentes en los prolongados esfuerzos que realizaron durante la Colonia para asemejarse a los representantes de la Corona, con la esperanza de que se les permitiera introducirse en los mandos políticos. Por eso, la Metrópoli distante fue sustituida por el predominio de una oligarquía vanidosa y simuladora de cultura que pretendió dar a la sociedad granadina la configuración de una colonia interior, en la cual le correspondía a ella desempeñar las funciones de Metrópoli. El nuevo orden político perdió así las anclas que podían atarlo al piso firme de la nacionalidad y se convirtió en el epicentro de una discrepancia fundamental entre los sanos instintos del pueblo - en los que afloraban los valores de la patria, la continuidad vital de su historia, las emociones profundas del alma colectiva - y el espíritu cosmopolita y despectivo de unas minoría que consideraban denigrante y hasta poco distinguido simpatizar con los valores nacionales y cuya conducta en el poder habría de despojar de sus raíces telúricas e históricas, a la cultura, el arte, el folclore y la organización económica del país; de unas minorías que se encargarían de obstruir todas las vías que podían aproximar a los poderosos y a los humildes y de hacer imposible el nacimiento de una auténtica unidad nacional. « Piensan esos caballeros - diría Simón Bolívar que Colombia está cubierta de lanudos arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miras sobre los caribes del Orinoco, sobre pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los goajibos de Casanare y sobre todas las hordas salvajes de Africa y América que como gamos recorren las soledades de Colombia ».

Por eso nuestra vida social se resiente de una visible falta de solidaridad humana y de espíritu nacionalista y en ella se abren profundas brechas, que son a la manera de heridas sangrantes clamando justicia en el desierto, sordo y mudo, de una larga Patria Boba. De una Patria Boba en la cual la nacionalidad no se ha configurado en un generoso proceso de integración de sus componentes, sino que ha padecido una serie de rupturas profundas de su solidaridad, celebradas por los de arriba como victorias y sufridas por los de abajo como derrotas. Desde hace ciento cincuenta años vienen depositándose en el alma nacional los materiales amargos para un gran Memorial de Agravios - que no le interesaría escribir a don Camilo Torres -, pero que un día escribirá, con justicia, el pueblo colombiano!

LECTURAS CUARTO BIMESTRE

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