ARTÍCULOS DE LA COLONIA EN AMÉRICA

22.07.2014 14:40

ARTICULOS DE LA COLONIA

 
ENSAYO SOBRE LAS REVOLUCIONES POLÍTICAS Y LA CONDICIÓN SOCIAL DE LAS REPÚBLICAS COLOMBIANAS (HISPANO-AMERICANAS): CON UN APÉNDICE SOBRE LA OROGRAFÍA Y LA POBLACIÓN DE LA CONFEDERACIÓN GRANADINA

Samper, José María, 1828-1888

III

 

Organización social de las colonias. — Relaciones y condición de las clases sociales y las castas. — La enseñanza pública. — Las Misiones y el sistema religioso. — Una digresión por vía de réplica. — El espíritu de las Leyes de Indias. — Los “ Resguardos de indígenas”;  — sus consecuencias bajo los puntos de vista económico y social.

 

Las sociedades tienen sus climas o temperaturas morales como sus climas físicos; y así como no es posible librarse de ciertas influencias de calor ó frío, de higiene natural ó de mortalidad, bajo ciertas latitudes ó elevaciones, del mismo modo son inevitables las consecuencias de una organización que establece en la sociedad clasificaciones artificiales que son como las regiones superpuestas de la atmósfera social.

Tal es el fenómeno que hoy se produce en Hispano— Colombia, por virtud de la organización que el régimen colonial les dió a las nuevas sociedades. La fuerza de las cosas, superior a toda combinación artificial, ha hecho que la obra de tres siglos, al desquiciarse bajo el choque de la revolución de 1810, no dejase sino escombros para embarazar la marcha de los Estados independientes. La demolición era inevitable; pero los nuevos pueblos que surgían de la revolución se encontraron perdidos en el laberinto de un edificio desmantelado, forcejando por  construirlo enteramente, y sin embargo, sin poder hacer otra cosa que levantar un techo nuevo sobre viejas murallas. Ese techo nuevo, mal ajustado, es la república democrática, y esas murallas cuarteadas, pero resistentes, son las instituciones y costumbres oligárquicas de la colonia. Colombia no tendrá paz ni estabilidad y armonía, en tanto que su extravagante edificio no haya sido enteramente renovado.

Hemos visto que los conquistadores y primeros aventureros fueron la base fundamental de las nuevas sociedades, constituidos en encomenderos, ó señores feudales poco más o menos. Hemos visto también cual fue la condición política en que se hallaron los indios y los criollos. Veamos en qué escala se formó la sociedad.

En la base se hallaron los indígenas, como la gran masa explotable: dos, cuatro, ocho ó diez millones de ilotas en cada virreinato, presidencia, ó capitanía general, siervos de la encomienda, cristianizados á palos, desheredados de todo, condenados a un trabajo abrumador que les era enteramente desconocido en casi todas las comarcas.

Encima de esa clase, si clase puede llamarse a la materia bruta explotada, se hallaban los explotadores: los dueños de minas y tierras por virtud de concesiones reales.

Mas arriba la aristocracia burocrática, totalmente española, peninsular, encargada de gobernar, administrar justicia, recaudar los impuestos, propagar la religión católica romana y apoyar las especulaciones del Estado o de los negociantes privilegiados por él, en las salinas, las aduanas, las misiones, la acuñación de monedas o expedición de metales preciosos, las importaciones y ventas, etc., etc. Por último, en la región superior a todas las clases, el clero, — procedente todo de España en los primeros tiempos y más tarde naciendo de dos fuentes: de España, el alto clero (obispos y arzobispos, canónigos, capellanes privilegiados, curas de primer orden y prelados de los conventos), y de hispano-Colombia, los frailes y legos subalternos, los curas de pueblos miserables y los misioneros de tropa, hombres de pena en la obra de la propagación de la fe cristiana, de que se aprovechaba el alto clero.

Pero en medio de esas clases se iban formando lentamente otras dos, —la esperanza de las nuevas sociedades: los criollos y los mestizos. A pesar del desprecio con que los españoles miraban a los indios, los encomenderos solían, en sus ratos perdidos, hacer alianzas de contrabando: la alianza del león, o del señor feudal con la hija del siervo. De esos contubernios de nuevo género fue naciendo una casta varonil, inteligente, notablemente blanca, animada por una aspiración vaga, que un día debía llamarse patriotismo y encontrar su símbolo en. la revolución democrática. Jamás el opresor engendra impunemente en el seno de la raza oprimida!

La clase criolla, encontrándose proscrita de las altas dignidades, los empleos, honores y provechos de la sociedad oficial, comprendió con admirable instinto cual debía ser su medio de acción. << Puesto que los de España tienen los empleos, se hacen ricos en pocos años y se vuelven a su país, — se dijeron los criollos sin duda, — nosotros, a la sordina, iremos adquiriendo la propiedad territorial, base de todo poder; nos haremos abogados, para tener la fuerza de la inteligencia, y un día los que hoy nos dominan serán vencidos. »

En efecto, los encomenderos, mirando con desprecio el trabajo y muy dados a la ostentación y los goces del orgullo, se iban arruinando con sus disipaciones, y los criollos aprovechaban toda coyuntura para comprarles sus tierras (las más productivas y mejor situadas) en  tanto que el comercio seguía monopolizado en manos de los canarios, catalanes, vizcaínos, etc., y que los trabajos de industria y artefactos, como desdorosos para los peninsulares, preparaban la emancipación de las clases subalternas, criollas ó mestizas.

Si el antagonismo era patente entre españoles y criollos, en términos que la aristocracia de los empleos era detestada por los que sufrían abusos y exclusiones injustas, el clero no estaba menos dividido. El alto clero era aristocrático, egoísta, altanero, y gozaba de todas las ventajas. El bajo clero, desheredado casi, se reclutaba en el país, y por eso los frailes y curas muy subalternos eran patriotas. Cuando en 1809-10 estalló la revolución hispano­colombiana, se vio á los prelados, casi en su totalidad, enemigos encarnizados de los patriotas, y á los frailes y clérigos subalternos, en su gran mayoría, apoyando la causa de la independencia, al lado de los abogados (criollos), los pequeños propietarios rurales, los artesanos y menestrales, los mulatos y mestizos de todo linaje, y encabezados en muchos puntos por nobles muy notables, pero nacidos en Colombia. Tal es el fenómeno que han ofrecido las revoluciones de Francia, Italia, España, etc., y él se presentará en todo tiempo como consecuencia de un régimen análogo al de las colonias españolas.

La enseñanza pública correspondió exactamente á las desigualdades del régimen colonial y determinó con más energía las diferencias de las clases sociales. Como el indio no era sino un objeto de explotación, no se tenía interés en enseñarle otra cosa que lo estrictamente necesario para que comprendiese: 1º que debía fiel y ciega obediencia al rey su señor y á todas las autoridades; 2º que debía pagar religiosamente sus tributos; 3º que no había salvación posible en este mundo ni en el otro sin « pagar diezmos y primicias á la iglesia de Dios nuestro Señor,» hacer muchas novenas, fiestas y rogativas, y contribuir con largueza á la fundación de capellanías y la redención de las ánimas benditas.

Por lo  demás, el indio no sabía distinguir la mano derecha de la izquierda, no conoció jamás escuela ni cosa parecida, y en punto á religión no adquirió en general sino supersticiones groseras y las prácticas de una idolatría bestial bautizada con el nombre de cristianismo. Puede decirse que el tipo del predicador en Colombia era un cierto cura que les decía á sus feligreses en el pálpito: « Miren y vean que les digo que no crean en brujas, » — esto en voz alta, y al bajar del púlpito, en voz baja: « Pero que las hay, las hay, porque á mi me han espantado »...

En cuanto á las multitudes — criollos plebeyos, mestizos, etc.,— las escuelas fueron escasísimas, mal dotadas y peor servidas, y reducidas á la enseñanza de la doctrina cristiana, los silabeos gangosos, insustanciales y recitados de memoria, y el arte de hacer jeroglíficos de estilo pastrano.

Los españoles no se cuidaban de estudiar ni aprender nada, porque su orgullo, su posición dominante y la casi seguridad que tenían siempre de volver á España al terminar sus períodos de mando ó empleo, les apartaban de todo interés en ilustrarse y contribuir á la ilustración del país.

Quedaban los criollos de buenas familias como los únicos que podían aprovechar los raros colegios establecidos en las colonias. Puesto que los empleos les estaban vedados, el foro les abría el camino hacia una consideración de otro orden. De ahí la suma abundancia de abogados entre los patriotas que hicieron la revolución; pero también un grave mal que apuntaremos desde ahora: el enorme desnivel entre la muy alta ilustración relativa de los jefes de la revolución y la profunda ignorancia de las masas que les sirvieron de elemento. Cuando la revolución hizo aparecer la república, esta fue un monstruo que tenía una soberbia cabeza, pero que carecía de brazos y pies. Y más tarde, cuando la democracia llamó á la puerta de la república revolucionaria — república de abogados, clérigos y militares — las multitudes se hallaron en presencia de sus primeros jefes exactamente en la misma situación de antagonismo en que se habían hallado, antes de la revolución, los criollos ilustrados, pero excluidos del poder, en presencia de los españoles privilegiados.

Y es menester recordar, de paso, una circunstancia que influyó poderosamente en favor de ese funesto desnivel que hemos indicado. El gobierno español prohibió en todas sus posesiones, con el mayor rigor, la introducción y lectura de libros de política, filosofía, historia y alta literatura. Se temía que al penetrar la luz en las colonias todo el edificio se derrumbara. La inquisición completaba lo que los cancerberos de las aduanas iniciaban: la proscripción del libro y la persecución contra el introductor y el lector. Y ¿qué sucedía? Como solo los criollos acomodados, teólogos ó letrados, tenían medios de procurarse, aunque con mil trabajos, la fruta vedada, las clases subalternas quedaban en completa oscuridad, y la que podía leer no solo se sentía infinitamente superior, sino que aceptaba todas las lecturas como revolucionarias. Grocio, Burlamaqui, Montesquieu, Fenelon y cien otros apóstoles de la justicia, eran impíos para los gobiernos coloniales, al fin del siglo pasado; y los criollos, al beber en esas fuentes la noción del derecho y la verdad histórica, se habituaron á mancomunar como inseparables la filosofía y la revolución. El gobierno español, con sus prohibiciones, no hacía, pues, otra cosa que agravar el mal que temía, convirtiendo la luz en objeto de contrabando y monopolio.

El gobierno español pensó que el establecimiento de las Misiones sería fecundo en grandes beneficios en América: acaso creyó también que los misioneros serian la compensación de los encomenderos, y que, á falta de escuelas, colegios, buenos caminos, comercio y  demás ventajas de la civilización rehusadas á los criollos, se alcanzaría por lo menos el gran bien de atraer el mayor número posible de indios salvajes á una semi-barbarie reducida al bautismo y la vida  común de los caseríos ó pueblos. Si el gobierno procedió de buena fe en ese asunto, como lo creemos, su cálculo fue muy equivocado. Los hechos probaron que las misiones (con fenomenales excepciones) nada le hicieron ganar á la civilización, pues solo sirvieron para dar opulencia á los Jesuitas, —opulencia que fue peligrosísima para el gobierno y funesta para la sociedad, — y para mantener á los indígenas reducidos á la vida civil en la más triste abyección. Las misiones hicieron degenerar las razas indígenas donde quiera; y si la historia de esos establecimientos no estuviese probando la plena exactitud de nuestra aserción, los ejemplos que hoy ofrece todavía Colombia no dejarían lugar á duda alguna. De todos los pueblos de Hispano-Colombia el más hondamente atrasado (a pesar de sus excelentes elementos de prosperidad) es el Paraguay, que fue patrimonio de los Jesuitas, dignamente representados más tarde por el Doctor Francia. En Nueva Granada y Venezuela, como en Buenos-Aires, los Jesuitas tuvieron sus más valiosas haciendas ó misiones en los Llanos y las Pampas. Allí poseyeron inmensos rebaños, y crías, y tierras superiores é ilimitadas que les dieron opulencia. Y bien, ¿cuáles fueron los resultados? Por una parte las poblaciones risas belicosas, ásperas y temibles de Colombia y las repúblicas del Plata han surgido precisamente de esas Misiones; por otra, el Llanero y el Gaucho, semi-bárbaros en todo y crueles y devastadores en la guerra, no aprendieron sino á guardar resentimientos, por la dura explotación que sufrieron, y el día en que se hizo general la lucha por la independencia, fue de los Llanos y las Pampas que salieron los más formidables enemigos de España.

Mientras que los Jesuitas y algunas otras corporaciones monásticas ostentaban con sus misiones un espíritu evangélico de que en lo general carecían, tratando á los indígenas con egoísmo y mero espíritu de especulación, en las ciudades se propagaban y multiplicaban los conventos en una proporción calamitosa. Ciudades había do cuatro ó cinco mil habitantes que contaban en su recinto seis ó más conventos ó monasterios, institutos completamente inútiles, porque ni servían á la enseñanza ni á la caridad inteligente, como era natural en frailes adocenados, sin importancia ni instrucción ninguna. Pero esos monasterios no eran solo inútiles, sino en extremo perniciosos. Mantenían en las ciudades ejemplos de ociosidad y mendicidad; estimulaban la propagación de mil supersticiones, y lo que era peor, concentraban é inmovilizaban la riqueza urbana y territorial, gracias á las capellanías, herencias conventuales y  demás instituciones análogas; en términos que casi todas las ciudades, villas y parroquias se convertían, andando el tiempo, en feudos más ó menos completos de las comunidades religiosas.

De ese modo la sociedad tomó donde quiera una fisonomía monacal que debía resistir á muchos embates. Hoy todavía la república democrática está luchando en Colombia contra una inmensa falange de conventos: y de esa lucha, cuya feliz terminación tanto interesa á la libertad y la civilización, la religión ha tenido que salir mal librada, toda vez que los pueblos se han visto acribillar por los dictadores y explotar por los tartufos de la república, en nombre de la Iglesia. La propiedad raíz quedó en poder de manos muertas allí donde más se necesitaban su movilidad y desarrollo; y el gobierno español, al multiplicar los conventos como instrumentos de dominación, olvidó que por el mismo hecho destruía sólidos elementos fiscales y preparaba muy graves dificultados para un porvenir no muy lejano.
 

ARTICULO II

II

 

Las colonizaciones europeas; — procedimientos diversos de las razas. — El genio colonizador de los Españoles. — La organización colonial de Colombia; — sus condiciones políticas, — judiciales — administrativas. — Aislamiento y centralización.

Toda conquista tiene que producir uno de dos resultados: ó una fusión político-social, ó una creación completa de  nuevas sociedades. La historia lo demuestra así;  la naturaleza humana lo exige.

Cuando la conquista se verifica sobre un pueblo civilizado y relativamente fuerte, sólido por sus tradiciones, el conquistador da la ley en el primer momento, pero acaba por amoldarse a las condiciones de la nacionalidad conquistada, y la recíproca absorción que se opera, al favor del tiempo, establece la fusión de las fuerzas antes antagonistas. Al contrario, cuando la raza conquistada es incomparablemente inferior, y su suelo está en la barbarie ó apenas en un período de civilización embrionaria, el conquistador absorbe solo y aniquila cuanto se le somete y le es extraño, y para mantener su conquista necesita crear toda una civilización, una sociedad y una organización enteramente nuevas. Esta segunda situación era la del Nuevo Mundo en el momento en que los reyes de España fundaban allí su autoridad. ¿De qué manera comprendieron y realizaron su misión? Esto es lo que vamos a examinar en dos ó más capítulos.

Desde luego hay que establecer una distinción que ofrece la clave de todos los fenómenos. El pueblo español (como el portugués, el francés y el italiano) era muy capaz de aprovechar una conquista de condiciones ordinarias, tal como las que hemos caracterizado en nuestra primera hipótesis; pero era completamente inhábil para la conquista colonizadora. ¿Por qué? — porque era y es un pueblo meridional, de raza heróica, de civilización y tradiciones latinas. En Europa se ve un contraste curioso, que los siglos no han desmentido jamás. Las razas germánicas ó del Norte, son las únicas que poseen el genio de la colonización, es decir, de la creación de sociedades civiles en regiones bárbaras. Las razas latinas ó del sur son las únicas que tienen el genio de la conquista, es decir, de la dominación (por asimilación) sobre los pueblos ya civilizados.

Trocad los papeles  y no veréis sino pruebas de incapacidad, y todos los esfuerzos encallan. En los tiempos antiguos, donde quiera que los Romanos conquistaron a pueblos civilizados, se los asimilaron, manteniendo sólidamente su dominación; mientras que fueron impotentes para obtener el mismo resultado en Germania, Inglaterra, la Bretaña francesa, etc, donde la barbarie era poderosa. Es que los romanos no sabían colonizar. Las razas germánicas, al contrario, se amalgamaron completamente con las de Inglaterra y Francia, donde fundaron colonias que luego fueron reinos.

En los tiempos modernos Inglaterra, que tiene en alto grado el genio de la colonización, y que en esa obra ha hecho prodigios en América, en Asia y la Oceanía, no ha podido jamás asimilarse a otros pueblos civilizados sometidos á su autoridad. Sin ir muy lejos á buscar ejemplos, Irlanda y las islas Jónicas lo están probando. Holanda, país colonizador también por excelencia, que, como Inglaterra, ha hecho inmensos servicios a la civilización cosmopolita, fue impotente (como conquistadora por derecho diplomático) para asimilarse la Bélgica y mantenerla bajo su dominación. Los austriacos, que han establecido sólidamente su autoridad en las comarcas ó colonias semibárbaras de las fronteras de Turquía, no han podido jamás, en el transcurso de diez siglos, imponer su amalgama, su genio y su autoridad irrevocable á las razas Italianas, eminentemente civilizadas. Los rusos, aunque de raza eslava, pero casi en todo orientales muy extraños á las tradiciones latinas, han hecho grandes progresos de colonización del lado del Asia; y, sin embargo, al hallarse frente á frente con la civilización, en Polonia, en Moldo Valaquia, etc., no han logrado nunca hacer aceptar su dominación ni asimilarse los elementos conquistados ó sojuzgados.

En las razas latinas sucede lo contrario. España, Portugal y Francia han encallado en todas sus empresas de colonización, obteniendo resultados miserables ó muy viciosos y perdiendo al fin lo conquistado. Pero esos pueblos, como el italiano, son muy capaces de mantener su dominación sobre un pueblo civilizado, una vez que lo hayan conquistado enteramente, por la naturaleza misma de su genio latino. Castilla y Aragón se amalgamaron bien con los catalanes y vascongados y los hispano-arábigos, a pesar de sus diferencias de carácter. España pudo dominar con facilidad las Dos Sícilias; y, sin embargo, jamás supo colonizar con provecho las regiones bárbaras de Colombia, África y la Oceanía. Francia, pueblo elástico extremo, se ha sabido amalgamar con la Alsacia, la Lorena y otras provincias de raza germánica, y, con todo, ha sido impotente para colonizar con ventaja la India, el Nuevo Mundo y la Argelia.

La explicación del doble fenómeno es sencilla. Las razas del Norte tienen el espíritu y las tradiciones del individualismo, de la libertad y la iniciativa personal. En ellas el Estado es una consecuencia, no una causa,— una garantía del derecho, y no la fuente del derecho mismo, — una agregación de fuerzas, y no la fuerza única. De allí el hábito del cálculo, de la creación y del esfuerzo propio. Nuestras razas latinas, al contrario, sustituyen la pasión al cálculo, la improvisación á la fría reflexión, la acción de la autoridad y de la masa entera, á la acción individual, el derecho colectivo, que lo absorbe todo, al derecho de todos detallado en cada uno.  Así, las razas latinas tienen un poder asombroso para conmover, dirigir y someter á las multitudes y hacer grandes cosas colectivas; pero son incapaces de producir gérmenes locales ó parciales de progreso; en tanto que las razas septentrionales, hábiles para crear prodigios individuales, son lentas y zurdas para obrar en masa.

Ahora bien, si para dominar á un pueblo civilizado, lo que se necesita es fuerza colectiva y poder de asimilación, para fundar una sociedad civilizada en el seno de la barbarie es indispensable el poder de creación servido por el esfuerzo individual libre y espontáneo. En Colombia — mundo inmenso, salvaje casi en su totalidad, y muy rudimentario en lo demás — era preciso que los colonizadores no fuesen los gobiernos (que no saben ni pueden crear, por lo común, sino reglamentar y regularizar lo creado), sino los individuos, obrando libremente cada cual según su inspiración, durante un largo período, hasta que el conjunto de esfuerzos individuales hubiese fundado cultivos y trabajos mineros, artes, comercio, especulaciones, aldeas y ciudades, haciendo surgir un pueblo. Los gobiernos obran sobre los pueblos, las sociedades, los intereses, — no sobre los territorios desiertos. Son los individuos los que, explotando libremente esos territorios, creando intereses y asociándose, preparan el terreno á toda acción colectiva ó gubernamental.

El gobierno español no comprendió esa verdad, extraña al genio y las tradiciones de la raza que representaba. Quiso colonizar directamente, hacerse el empresario de la obra, — minero, agricultor, comerciante, fabricante, propietario exclusivo, misionero, explorador y cien cosas más á un tiempo; — y como para eso le fue preciso dividir sus fuerzas, dislocarse y darles una dirección violenta á los intereses de las colonias, las sociedades que de estas nacieron fueron verdaderos monstruos.

Toda colonización hecha por un pueblo ó grupo social, á virtud de esfuerzos individuales, esencialmente agrícolas y comerciales, ó con miras de autonomía y libertad, ha sido y será fecunda; porque en tal caso, el egoísmo bastardo no es el espíritu de la colonización, sino la creación de intereses armónicos y libres. La prueba de esta verdad, en los tiempos antiguos, está en la consistencia de las colonias de los fenicios, los griegos, los cartagineses y los árabes; y en los tiempos modernos, los prodigios de progreso que los anglosajones han obtenido en los Estados Unidos y el Canadá, en la India y la Oceanía. Al contrario, toda colonización emprendida directamente por un gobierno, es por su naturaleza egoísta, tiránica, infecunda, ó por lo menos empírica. La prueba está en la Colombia latinizada, en Argelia y otros países.

La colonización hispano-colombiana tuvo esa condición fatal del egoísmo. Y el egoísmo condujo al monopolio en todo; como la persecución y destrucción de los indígenas hizo aparecer la esclavitud de los negros. Veamos, sino, cuales fueron las bases del sistema colonial que adoptó España.

El Estado, como era lógico, puesto que la conquista era su título, se declaró propietario de todas las tierras y minas de cada país, reservándose explotar estas según su conveniencia, y disponer de aquellas en beneficio de los conquistadores exclusivamente españoles ó de otros peninsulares favoritos. De ese modo, todo elemento de riqueza mineral quedó monopolizado, estancado casi en su fuente, puesto que los gobiernos son los peores empresarios en toda especulación; y todo elemento de propiedad urbana y rural, de cultivo y colonización, quedó sujeto al arbitrio del gobierno, y por lo mismo al favoritismo egoísta. La feudalidad, como hemos dicho, fue transplantada al suelo colombiano, mediante el sistema de las encomiendas. El gobierno hacía concesiones de pueblos enteros de indígenas y tierras cultivadas por ellos, con privilegios que hicieron de cada encomendero mas que un señor feudal. El encomendero reemplazó al cacique; pero en lugar de ejercer la autoridad patriarcal de los caciques, se hizo el verdugo de un rebaño de aborígenes.

Si al menos hubiese sido admitido el principio de la libre competencia, sin distinción de nacionalidad, la condición de los indios habría sido menos cruel—porque los colonizadores hubieran tenido interés en tratarles bien parta no aniquilarles sin provecho, — y la colonización habría sido fecunda. Pero no: el gobierno español comprendió muy mal sus intereses. Obedeciendo ciegamente al espíritu egoísta de aquella época, cerró la puerta á toda inmigración que no fuese española; quiso hacer del Nuevo Mundo lo que ha sido el imperio chino, — una cárcel continental, — y entregó los indígenas á la explotación exclusiva de los conquistadores, en recompensa de su obra prodigiosa.

El soldado aventurero (convertido en un señor feudal) que había hecho la conquista con la espada, en busca  de oro, se vio destinado a la conquista del hacha y el arado, a colonizar como agricultor o minero. Era imposible  que esos hombres de combate se adaptasen a semejante posición. No sabiendo trabajar, ni teniendo más hábitos que los de la destrucción, se dieron a la obra de crearse grandes fortunas en la ociosidad, en el menor tiempo posible, a expensas de los indígenas esclavizados. La destrucción de estos, por millones, fue la consecuencia forzosa. Donde no fueron totalmente aniquilados, gracias á la bondad de los climas y á los hábitos tradicionales de labor, ó se degradaron y embrutecieron lastimosamente, o desertaron de la civilización volviendo á la vida salvaje, para sucumbir más tarde.

Y ni siquiera era posible balancear con cruzamientos fecundos los resultados del sistema de encomiendas. Las preocupaciones hacían mirar al indígena como un ser inferior, casi un bruto, aun bautizado y mantenido en la vida civil; por lo cual era imposible en los primeros tiempos la fusión de la raza española con la indígena, fusión que más tarde habría de producir una casta vigorosa, bella, fecunda y laboriosa en alto grado. Y las instituciones que organizaron el gobierno de las colonias completaron el mal que nacía de las preocupaciones. Todo mestizo quedó implacablemente excluido de las ventajas de la vida social y de los puestos públicos, aun los más subalternos. Y la intolerancia imprevisora llegó á tal extremo, que aun los hijos puros de españoles, nacidos en Colombia (los llamados criollos) fueron tratados como de raza inferior.

Así, de España salían todos los funcionarios públicos del régimen colonial, que tenían alguna significación ó importancia; y esos predilectos, ó se perpetuaban en Colombia, en sus empleos, como representantes de la tiranía egoísta de la metrópoli, formando una oligarquía privilegiada y odiosa, ó volvían algunos años después, opulentos, sin dejar más huella que la de sus injusticias, y dando lugar, por sus alternaciones en los empleos administrativos ó judiciales, á un desorden permanente en la administración, empírica siempre y sin verdadera estabilidad ni conocimiento exacto de los intereses locales.

El gobierno de la metrópoli, siempre receloso y desconfiado, temía por una parte el advenimiento de los criollos á una situación importante y algo influyente que, fortalecida por el sentimiento de la patria, pudiese manifestar veleidades de independencia, ó por lo menos de autonomía y por otra, temía que los virreyes, presidentes, capitanes generales, oidores, etc., permaneciendo largo tiempo en sus empleos, llegasen á adquirir demasiado poder ó prestigio en tan apartadas regiones. De ahí el doble sistema de la alternabilidad y de la exclusión de los indígenas y criollos (como de los extranjeros), sistema que debía producir forzosamente dos consecuencias: una administración siempre incapaz y viciosa, y un antagonismo profundo, sin conciliación posible, entre las familias españolas, formando una clase privilegiada, y las familias criollas y los aborígenes, destinadas por la comunidad de situación á hacer un día causa común contra la madre patria. Ese antagonismo y esos vicios de administración fueron los gérmenes que, desarrollados por el tiempo, hicieron estallar al principio del presente siglo la revolución más lógica, unánime y espontánea que la historia moderna puede registrar.

El gobierno español se puso á explotar el suelo americano á puerta cerrada. Todo comercio de ideas, de brazos capitales, de inteligencias y valores. De ese modo la colonización quedaba desde su origen condenada, por la fuerza de las cosas, ó á morir de impotencia y consunción, ó á hacer un día explosión para poder aspirar la atmósfera de la civilización universal. Y ¡cosa bien singular que debía empeorar la situación! en todo aquello en que la opresión puede pesar con más violencia, la administración tuvo casi la omnipotencia de autoridad, mientras que en las cosas más esenciales a la vida civil, la centralización fue rigorosa.

Así, los virreyes, presidentes y capitanes generales, con los oidores y consejeros, tuvieron facultades poco menos que absolutas en la administración política y fiscal, y cuando no legales de hecho, por la imposibilidad de obtener justicia en la metrópoli contra los abusos del poder. Pero en los negocios civiles y judiciales, en que las bases de la sociedad están comprometidas,— porque se trata del matrimonio y la familia, de la propiedad y los contratos y de la responsabilidad que implican las acciones del hombre, — en esos asuntos, decimos, la legislación colonial hacia depender la suerte de los procesos y de las relaciones civiles (en la mayor parte de los casos graves) de la decisión de tribunales superiores que residían en España, a miles de leguas de distancia, ó en las capitales muy lejanas de algunos virreinatos, presidencias ó capitanías generales. Por eso la administración de justicia en las colonias fue siempre un caos, y ellas sufrieron por tal causa males profundos y seculares.

El gobierno español adoptó un sistema completamente empírico, fruto de la desconfianza. Descentralizando la opresión y centralizando la justicia, ni supo desarrollar en Colombia los elementos de una autonomía prudente y fecunda, que fortaleciese los intereses y elevase los espíritus, ni supo alejar de las colonias lo único que convenía centralizar: el poder de dañar. De ahí proviene que, al cabo de tres siglos de dominación, cuando las poblaciones se alzaron en masa para constituirse en Estados, se hallaron completamente novicias en el arte de la administración, incapaces de consolidar prontamente su obra, y sin poder, ni volver a la obediencia, porque con ella se debía restablecer un régimen ruinoso, empírico y detestado, ni avanzar con seguridad en la vía de la republica democrática, abierta por la revolución, porque para eso era preciso saberse gobernar, contar con hombres de administración y pueblos, y en el Nuevo Mundo no había hasta 1810 sino, de un lado, una minoría de explotadores, y del otro, turbas estúpidas y paralíticas.

Así como la educación del hombre es la obra compleja de las impresiones que le rodean desde que nace hasta que muere, la educación de los pueblos es el resultado de las impresiones sociales, entre las cuales las más poderosas son siempre las que emanan de la autoridad. Gobernar a una sociedad es educarla, bien ó mal, de manera que sus virtudes y sus vicios son principalmente la obra de sus gobernantes, sea por lo que hacen ó dejan de hacer, sea por lo que permiten ó prohíben. Y bien: el gobierno español, por la simple organización política, judicial y administrativa que les dio a las colonias, les impuso la más triste educación. El genio latino, esencialmente socialista y comunista, se infiltró en las nuevas sociedades con toda su energía perniciosa. El genio latino tiene una gran ventaja, eventual, y un gran defecto, permanente. Como es tan impresionable y colectivo, hace prodigios en todos sentidos cuando siente la impulsión poderosa de algún César, algún Cid campeador, algún Médicis o León X, algún Colbert o Napoleon, algún Cavour, Garibaldi, etc. Pero como esos genios son fenomenales, cuando ellos faltan, en los tiempos normales, los pueblos latinos — que carecen de iniciativa y personalidad — caen en la molicie y se atienen a la inmovilidad de sus gobernantes. Si estos son ineptos, los pueblos latinos lo son también, y degeneran.

Tal fue el fenómeno que se produjo en las sociedades hispano-colombianas. El gobierno lo abarcó todo, suprimiendo toda iniciativa individual, o acción espontánea de las entidades colectivas. Los ridículos consejos ó ayuntamientos y cabildos que fueron instituidos en varias ciudades y villas (aisladas entre sí por falta de comunicaciones) se componían de empleados que representaban a la autoridad y nunca a las poblaciones. En las localidades subalternas, el juez de paz ó regidor, el cura y el encomendero formaron la trinidad administrativa. Las poblaciones, entretanto, sufrían y dormían, vegetaban como plantas parásitas sin personalidad ninguna.

De ese modo la autoridad fue un oráculo infalible; de ella debía emanar todo, — la vida como la muerte; — y las poblaciones se acostumbraron a no tener conciencia ni opinión de nada, viendo en el gobierno la imagen de la Providencia. Una sociedad así constituida es, ó la más embarazosa para sus gobernantes, por su incapacidad para iniciar ó comprender el progreso, aunque tenga administradores hábiles (que rarísima vez tuvo la de Colombia),—ó la más peligrosa y pronta a conmoverse, si el ardor del clima y de la sangre la favorece.

Cuando los pueblos se acostumbran a creer que todos sus males positivos ó negativos, es decir, por acción o por deficiencia, les vienen del gobierno, acaban por detestarle, por benigno que sea en apariencia, y no ven el remedio sino en las insurrecciones. Pero al estallar estas, como el rebelde se encuentra desorientado, incapaz de constituir un buen gobierno y colocado entre el temor de la venganza y las incertidumbres de lo desconocido, la anarquía y el flujo y reflujo de las rebeliones y reacciones son la consecuencia de una situación desesperada.

Por eso no vacilamos en afirmar que el gobierno español, por las condiciones que le dio a la conquista y las formas de su régimen colonial, fue el autor y responsable de la revolución unánime, inevitable y simultánea de 1810, y de las luchas intestinas que desde entonces hasta hoy vienen desangrando y cargando de deudas á las repúblicas hispano-colombianas. Y no esperamos que esas luchas terminen completamente antes de quince ó veinte años: los gérmenes que las han producido y las producen aún fueron demasiado poderosos y calaron sobrado hondamente en el organismo de aquellas sociedades, para que sea dado hacer desaparecer muy pronto sus efectos.

Pero también diremos que, según nuestra profunda convicción, el día en que aquellas repúblicas hayan establecido la armonía de su situación, aniquilando los vicios heredados de la colonia y los que luego emanaron de la guerra de la independencia, ningún país en el mundo tendrá más positiva estabilidad ni progresos más duraderos y fecundos que los pueblos hispano-colombianos. ¿Por qué? porque ellos habrán hecho el laborioso aprendizaje del gobierno propio y popular y de la libertad democrática, en una época de luz y actividad, sumamente favorable para las sociedades jóvenes; y saldrán de las terribles pruebas de la adolescencia depuradas de los vicios que pesaron sobre las generaciones pasadas.

Demostremos bajo otros aspectos la verdad de nuestras reflexiones acerca de la organización colonial. Ese estudio no carecerá de interés para los Españoles de ámbos mundos.